Lo profetiza el título de la película, pero una cosa es anunciar el anhelo de pensar las imágenes y otra bien diferente convertir ese deseo en realidad. Por fortuna para el espectador, Laura Ferrés cumple con su osado propósito en La imatge permanent (“La imagen permanente”, en catalán), la ópera prima más deslumbrante surgida del cine español en años. A medio camino entre el film narrativo, con visos de saga familiar, y la pieza conceptual, el debut en el largometraje de la cineasta barcelonesa invita a la construcción de una constelación de imágenes, a la manera de Aby Warburg. La película traza diferentes itinerarios posibles, pero para atisbar su horizonte de significación teórica vale la pena quedarse con tres de sus imágenes capitales: 1) La recreación ficcional de una vieja fotografía (analógica) en la que una madre y una hija comparten encuadre con el fantasma del padre, desaparecido durante la Guerra Civil. 2) Un collage de spots publicitarios (analógicos y digitales) en los que diferentes líderes políticos, de Felipe González a Pedro Sánchez, vacían de significado el concepto de “cambio”. Y 3) Un morphing (digital) que encadena, como en el videoclip de Black or White de Michael Jackson, un conjunto de rostros, esta vez creados por Inteligencia Artificial. El modo en que Ferrés transita, con audacia y emoción, desde las imágenes del pasado, cargadas de memoria y verdad, hasta unas imágenes del presente desprovistas de referente, “aura” o ideología merece constar desde ya como una singular proeza cinematográfica.
La imatge permanent se inaugura con un periplo histórico por la posguerra española. Un viaje al pasado en el que toma forma una relectura lorquiana del quietismo bressoniano. En el seno de una familia tocada por la fatalidad, apagada por el luto, emerge la figura de Antonia (Saraida Llamas), una joven embarazada que se rebela de forma arisca contra las imposiciones patriarcales y clericales. Cuando un adulto, al verla sonreír, la advierte de que “quién no se gobierna a sí mismo no se puede considerar bello”, esta Mochette descarada responde: “Yo no quiero gobernarme”. Y cabe decir que la irreverencia del personaje está a la altura del ímpetu transgresor de la cineasta, que embiste contra el vínculo entre religión y capital apelando a una versión primitiva del marketing publicitario. Ante una estampa fosforescente de la Virgen del Carmen, reconvertida en musa de la Aspirina Bayer, el cura del pueblo proclama: “La fe se puede repartir entre dos religiones, la nuestra y la del mercado”.
Embriagada del espíritu de la modernidad fílmica, Ferrés integra en su sólida propuesta estética –marcada por el distanciamiento, el plano fijo y la centralidad compositiva– algunas fugas memorables. Basta mencionar el momento en el que un grupo de mujeres ahuyenta la tristeza y el dolor cantando al unísono desde los márgenes de un sombrío plano general: una suerte de tableau vivant que bien podría haber firmado Terence Davies. Todo parece listo para un festín de memoria doliente, pero entonces, sin previo aviso, una amplia composición en la que sobresalen una línea de alta tensión eléctrica y un tren de alta velocidad resquebraja el marco histórico del relato (¡como en Martin Eden de Pietro Marcello!). Y el shock estético-temporal no termina ahí, ya que el viaje al presente llega acompañado de un salto mortal desde el drama lorquiano hasta la sorna impávida del post-humor. Así, la segunda parte del film estará coprotagonizada por Carmen (María Luengo), responsable de castings de la compañía publicitaria NOVA IMATGE (Nueva Imagen), quien no da pie con bola a la hora de hallar rostros comunes para el spot de una formación política afín al “izquierdismo monopracticante”.
Carmen deambula por Barcelona afectada por una suerte de sonambulismo urbano que remite al estado semicatatónico de los personajes de Tsai Ming-liang, Roy Andersson o Aki Kaurismäki. Aunque si algo certifica la segunda parte de La imatge permanent es que Ferrés forma parte de ese linaje contestatario y radical que, partiendo de Bresson y la dupla Straub-Huillet, se prolonga hasta la obra de colosos del cine contemporáneo como Pedro Costa o Lisandro Alonso, maestros a la hora de sacar el máximo partido a sus actores no profesionales. En este punto, el riesgo sería proyectar una imagen gélida y rocosa del trabajo de Ferrés, que en realidad demuestra una muy saludable comicidad y, sobre todo, un afecto profundo hacia sus personajes. Un vínculo emocional que se hace patente a través de la relación que Carmen establece con una Antonia ya mayor (Rosario Ortega), quien no ha perdido un ápice de su carácter insurrecto. En un momento íntimo entre las dos mujeres, una de ellas lee un fragmento de un poema de Fabián Casas: “Desde que el universo empezó a latir / todo tiende a separarse”. Un misterioso vaticinio, lúgubre solo en apariencia, al que Ferrés responde con una postal marina en la que dos buques mercantes se cruzan en la lejanía, evocando la idea de un abrazo partido, un pudoroso derroche emocional.
Bajo la calma chicha de La imatge permanent bulle una tormenta de heterodoxia fílmica, desesperación y lucha de clases. Si este fuera un texto más periodístico que crítico y cinéfilo, seguramente se le dedicaría más de un párrafo, con toda justicia, al modo en que Ferrés da voz y voto a la inmigración que puebla y dignifica el extrarradio barcelonés. A la postre, lo que se propone la cineasta es explorar con honestidad el papel que puede cumplir la imagen en la recuperación de la memoria histórica y en el intento de vivir un presente algo menos confuso, un poco más humano. En esta senda, Ferrés asume, como sus nobles predecesores, que el artificio puede ser su mejor aliado en el encuentro fílmico con lo real. El problema es que este encuentro entre cine y vida resulta especialmente complicado en un tiempo en el que la realidad parece haber capitulado ante la avalancha cotidiana de imágenes triviales e inocuas. Quizá por eso La imatge permanent se presenta aguijonada por dislocaciones entre imagen y sonido, o por expresiones enfáticas del fuera de campo. Sin embargo, la realidad, en ocasiones, se revuelve contra el artificio y los testimonios documentales (de inmigrantes, de no actores) interpelan al espectador de manera frontal, diáfana, dando cuenta, por el camino, de la mirada honda y franca de Ferrés.