Alberto Richart (Barcelona)
Arranca el pequeño gran Americana, Festival de Cine Independiente Norteamericano de Barcelona, un evento anual que reúne algunas de las más selectas piezas de un circuito alejado de los márgenes comerciales y que, en palabras de su codirector, Xavi Lezcano, exhibe un talante “político y urgente, que no espera que pase el tiempo para reflexionar sobre los temas más inmediatos”. Sobre esta inmediatez, quizás en esta duodécima edición no lleguen las reacciones a la reelección de Donald Trump, pero su programación bien podría verse como un retrato del (o una respuesta al) caldo de cultivo social del que bebió el triunfo del republicano.
La película de inauguración en la sección Tops, In the summers (Alessandra Lacorazza, 2024) ya sitúa la acción en un terreno candente. Si bien este emocionante coming of age familiar, a través de los diferentes veranos que dos hermanas pasan con su padre, no transmitiría, a priori, un estado político de la cuestión, su ambientación en Las Cruces, una ciudad próxima a la frontera con México, sí transita por cuestiones como el idioma, las diferencias culturales y un territorio olvidado. La realizadora colombiano-estadounidense parte de vivencias propias para estructurar un relato agridulce en cuatro capítulos. Cuatro hermosos bodegones de imaginería latina y costumbrista, que separan los cuatro veranos en los que Eva y Violeta (interpretadas por diferentes actrices; Sasha Calle y Lio Mehiel en sus etapas adultas), regresan a la casa de su padre (René Pérez Joglar, también conocido como el rapero Residente), un hombre separado, sin apenas oficio ni beneficio, que únicamente se reencuentra con sus hijas en la época estival.
Lacorazza, ganadora del galardón a la Mejor Dirección Dramática en el Festival de Sundance, además de llevarse el Premio del Jurado, establece un cuidadoso juego de luces y sombras en el que la mirada más infantil del hastío veraniego en Nuevo México se va oscureciendo con el paso de las protagonistas a la adolescencia, y con ellas, la toma de conciencia sobre el oscuro pasajero que invade ocasionalmente a su padre. Con un glorioso casting, que permite familiarizarse con cada uno de los cambios físicos y psicológicos de las hermanas, y con una suma atención al guion, plagado de simbolismos, el espectador es testigo de la pérdida del brillo en los ojos del trío protagonista.
La cinta podría leerse como una meditación sobre la masculinidad tóxica, pero Lacorazza se asegura de que la luz prevalezca en un tercer acto cargado de conmoción y sentimientos sin comunicar, en el que el trauma erosiona, pero también forja visiblemente las identidades. Mientras que otras ficciones, como Siempre el mismo día (Molly Manners, 2024) o Los años nuevos (Rodrigo Sorogoyen, 2024), articulan una experimentación con las elipsis en un formato serializado, Lacorazza propone aquí, en menos tiempo y con menos recursos, una fresca exploración de variaciones personales, demarcadas por unas breves visitas al no-lugar de los afectos.

También en Nuevo México, pero en un paisaje más rocoso, se desarrolla la colorida National Anthem (Luke Gilford, 2023), una de las propuestas del festival en la sección Next que mejor podría representar una vivencia alternativa del folklore norteamericano. El joven Dylan (Charlie Plummer), de veintiún años, lidia con el trabajo en la construcción y un hogar desestructurado, en el que su madre relega habitualmente los cuidados hacia su hermano pequeño. Cuando es encargado de echar una mano en el rancho de una pequeña comunidad queer, descubre que existen otras maneras de vivir, y también de amar. La propuesta de Gilford se podría circunscribir a la corriente de artistas, especialmente musicales, que se han apropiado de los iconos tradicionales de cowboys y rodeos; unas figuras que podrían vincularse, en primera instancia, a la masculinidad violenta de los clásicos anuncios de tabaco. Dolly Parton, citada en la propia película, o más recientemente, los videoclips de Orville Peck, han ido deconstruyendo el imaginario estadounidense, abanderando el orgullo de los individuos que habitan los márgenes: desde drags hasta los llamados “dos espíritus”.
No es de extrañar que Gilford, con estrechos lazos con el western y una experiencia en la fotografía comercial, haya recreado en su primer largometraje todo lo aprendido por ese transitar entre el pop y el salvaje oeste. Una de las secuencias más atractivas del film transcurre, precisamente, entre los pasillos de un supermercado, un espacio normativo que los protagonistas okupan con prácticas de drag, y que adentran a Dylan en el país de las maravillas de lo performativo. El resultado es otro coming of age, estéticamente bello y de fotografía analógica, que recuerda al oeste intimista de Chloé Zhao, y que sabe sacarle partido al maquillaje turquesa sobre el rostro del protagonista, o al pelaje caoba de los caballos. Pero esa misma performatividad y tendencia al drama acaba influyendo en el relato, y es la que hace que algunos personajes queden desdibujados, o que determinados momentos de puesta en escena se antojen forzados. Sirva esta resplandeciente salida del armario, por tanto, como una necesidad de acompañamiento en el proceso de transformación, así como por una relevante visibilización de que otro himno nacional es posible.

Sobre ese efecto que otras personas (o entidades) provocan sobre el cuerpo y la psique trata una de las obras seleccionadas en la sección documental del festival. “Escuchamos, pero no juzgamos” vendría a ser el lema de Sesiones con el más allá (Look into my eyes, Lana Wilson, 2024), que sigue a diferentes videntes en la ciudad de Nueva York, y asiste a sus particulares reuniones de espiritismo. Se congregan así un conjunto de lecturas mentales sobre las ausencias: personas, e incluso animales, que parecen tener mucho que comunicar más allá del umbral de la muerte. Y es que Wilson propone una asistencia a la clarividencia sin juicios acerca de la ambivalente veracidad o intrusismo de los médiums. Únicamente se representan lecturas mentales y declaraciones sobre las motivaciones que llevaron a cada espiritista a sensibilizarse con lo intangible. A partir de aquí, Wilson suelta las manos de los espectadores para que cada uno saque sus propias conclusiones.
Por momentos, el documental queda suspendido en una deriva narrativa, provocada por la repetición exhaustiva de adivinaciones. Esta reiteración protocolaria, en la que se formulan preguntas muy similares sobre la desaparición de los seres queridos es, precisamente, la que hace levantar la ceja acerca de los verdaderos propósitos de los protagonistas: ¿es la clarividencia un arte, o una estudiada forma de negocio? Sin más motivación aparente que la mostrativa, Wilson retrata una inestable panorámica sobre el duelo en la gran urbe, en el que aquel “Quiero creer” de Expediente X (Chris Carter, 1993) encajaría con las auto-convicciones de todo aquel que pasa por la mesa radiónica. Su gran virtud podría ser, por tanto, su mayor inconveniente: una carencia de magia podría dejar en la insatisfacción a aquellos ávidos de señales metafísicas, así que el documental confía todo su efectismo en la sensibilidad emocional que los clientes traen de serie.