Los reyes del mundo, ganadora de la Concha de Oro del pasado Festival de San Sebastián, confirma buena parte de las expectativas que había despertado el debut de Laura Mora, Matar a Jesús, en el que la cineasta colombiana tomó como punto de partida el asesinato de su padre a manos de un sicario. Con su segundo largometraje, Mora explora nuevos caminos narrativos (ya sin esa carga autorreferencial) sin alejarse de la realidad actual y de la historia reciente de su país, con lo que da forma a un notable díptico fílmico.
Si su primera película estaba ambientada en Medellín –tanto en los guetos más humildes como en los barrios burgueses–, en Los reyes del mundo esta ciudad solo es el punto de partida del largo viaje que emprenden sus cinco protagonistas: jóvenes de la calle, sin casa y sin familia, que luchan cada día por sobrevivir en un ambiente violento y dentro de una sociedad en la que se sienten invisibles. Rá es el mayor, tiene 19 años y lleva años esperando una resolución judicial para que le devuelvan unas tierras heredadas de su abuela, que fueron ocupadas por los paramilitares y que ahora han sido liberadas gracias a los Acuerdos de Paz. Cuando el juez falla a su favor, emprende un viaje junto a sus amigos que los debe llevar hasta Nechi, una localidad situada en la región de Aquitania, “un paisaje poco acogedor”, como reconoce la autora.
Recorriendo a pie muchos de los 400 kilómetros de trayecto y recibiendo la ayuda de gente que les recoge por los caminos, los protagonistas se desvían de su destino, buscando la dignidad que toda la vida se les ha negado. Así, Mora plantea una road movie en la que no busca descubrir la poética dentro la miseria, sino a través de unos jóvenes que han decidido formar su propio núcleo familiar. La cineasta sigue a sus protagonistas en este viaje de resistencia física, y también de reafirmación de su identidad, en el que gradualmente van surgiendo elementos dramáticos que propician que se haga aún más imponente la presencia de sus actores no profesionales.
La película arranca con un ritmo febril que hace presagiar otro tipo de propuesta y que no levanta, precisamente, grandes expectativas. Las escenas en la ciudad y el comienzo del viaje, con los chicos disfrutando de su libertad, invadiendo propiedades ajenas o destrozando farolas, sirven como el prólogo adrenalínico de un modelo narrativo más reposado, reflexivo y contemplativo. Durante esta huida iniciática, la directora va desmenuzando la psicología de sus personajes. No necesita apenas recurrir a los diálogos y deja que las emociones se materialicen puntualmente como pensamientos a través de la voz en off. Los enfrenta a su propio pasado, como sucede durante su estancia en un club, donde las veteranas prostitutas (olvidadas igual que ellos por el mundo) los acogen de una manera maternal y les ofrecen una suerte de efímero hogar, algo de lo que nunca han disfrutado. Sin embargo, los protagonistas también deben hacer frente a la tortura y al peligro de muerte, lo que revela su condición de víctimas.
Mora apuesta por una escritura metafórica y envuelve a sus personajes en un halo de ensoñación. En sus caminatas silentes (y en sus descansos), los jóvenes se adentran en un territorio inhóspito, mientras la cámara acentúa, con buen pulso emocional, la belleza lírica de las situaciones. Como señala la letra del tema de los noventa, Tren al Sur, del grupo chileno Los Prisioneros, que suena en el momento más catártico del film: “Porque me llevan a las tierras / Donde al fin podré de nuevo / Respirar adentro y hondo / Alegrías del corazón / Y no me digas ¡pobre! / Por ir viajando así / ¿No ves que estoy contento? / ¿No ves que voy feliz?”. Al final se trata de viajar a cualquier parte para disfrutar por fin de algo parecido a la felicidad.