David Lynch y Terrence Malick son probablemente los dos cineastas más (funestamente) imitados del cine contemporáneo. El ímpetu renovador y heterodoxo de sus propuestas ha influenciado a toda una generación de cineastas que, en muchos casos, han confundido el homenaje con la mera (y desvirtuada) copia. La proliferación de sucedáneos fílmicos de Lynch y Malick ha puesto en estado de alerta a la comunidad crítica, que se levanta en armas ante cualquier indicio de apropiación de los estilemas lynchianos o malickianos –el estadounidense Richard Kelly fue el último joven heredero de Lynch a quién la crítica recibió con los brazos abiertos, antes de condenarlo a la muerte artística cuando se atrevió a parir la subversiva Southland Tales–. Con este panorama de fondo, si uno es un joven y ambicioso realizador, puede que no sea la mejor idea estrenarse en la dirección con un homenaje a los susodichos neo-dioses de la cinefilia. La indignación generalizada con la que fue recibida Lost River, la opera prima de Ryan Gosling, certifica el fallo de cálculo de la joven super-estrella de Hollywood.

Y, pese a todo, cabe admitir que Lost River tiene sus puntos de interés, concentrados en la aparente ingenuidad con la que Gosling (guionista, además de director del film) mezcla registros y perspectivas. El cine de Lynch y Malick siempre ha contenido un fuerte trasfondo sociológico. Terciopelo azul –la película que cita de forma más directa Lost River– desplegaba una perturbadora mirada a las convenciones de la Norteamérica suburbial. Sin embargo, Lynch nunca ha sido un cineasta político: su lugar ha sido siempre el del observador ambiguo, igual de fascinado que morbosamente fastidiado por unos Estados Unidos atrapados entre su anodina e idílica superficie y sus perversas fantasías. En este sentido, Gosling aparece como un cineasta con una ideología más definida: Lost River no oculta su denuncia del abandono sufrido por la América proletaria. Sus paisajes desolados, sus casas en ruinas o en llamas no funcionan como una parábola social sobre la crisi económica, sino que atacan el problema de forma directa. Que después la película se extravíe por culpa de sus delirios oníricos y místicos, es otro problema.

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Si todavía no han visto Lost River, imaginen la película que dirigiría David Simon –el creador de The Wire– colocado de ácido hasta las cejas, y probablemente intuirán por dónde van los tiros. Ryan Gosling parece decidido a entrar en el club de los actores que se lanzan a dirigir películas influenciadas por sus directores de referencia. Los precedentes son muy diversos, desde las últimas y linkaterianas películas de Julie Delpy, al cine de Sarah Polley, marcado por la sombra de Isabel Coixet, o el largometraje que dirigió Lee Kang-seng, el actor fetiche de Tsai Ming-liang. En todos estos casos, las películas de los aprendices se han convertido en sucedáneos del cine de sus maestros, y eso es lo que le ocurre a Gosling en su aproximación a la obra estilizada, atmosférica y convulsa de Nicolas Winding Refn. El maximalismo del cineasta danés –con su violencia extrema y sus personajes bidimensionales– puede parecer simple, pero la fallida película de Gosling demuestra que no es fácil escribir con una brocha gorda y no caer en la caricatura. El villano de Lost River al que da vida el encasillado Ben Mendelsohn –un banquero con alma y piel de lobo– es una de las figuras más esperpénticas y ridículas del cine reciente. Su didáctica función dentro del film (la crítica a la América del capital) se disuelve en su histriónica representación del mal.

La premisa argumental de Lost River es tan simple como complejo el desenlace del film. La historia de una madre coraje que debe sumergirse en un mundo de perversidad para salvar al clan familiar se va descomponiendo en un deslavazado aunque sugerente mejunje de giros surrealistas, bocanadas de corrupción moral y una extraña historia acerca de una ciudad sumergida bajo las aguas. Como ya he apuntado, la película no sabe muy bien cómo perder el juicio y su psicodélico crescendo se ve mermado por una alarmante falta de ironía. El reparto, alelado por el caos circundante, encuentra pocas oportunidades para lucir. Ni siquiera la imponente Christina Hendricks puede sacarle todo el partido a un personaje que revela la más intrigante de las resonancias que recoge la película: el imaginario de Pier Paolo Pasolini, recuperado en la figura de una mamma abnegada, en los escenarios en ruinas, los cruentos vías crucis, la violencia ritual y la idea del residuo (social) hilvanando un relato disperso. En definitiva, es una verdadera lástima que Gosling no sepa orquestar una partitura con sentido a partir de los interesantes elementos que tiene entre manos.