Manu Yáñez (Valladolid)

El cineasta portugués Miguel Gomes siente debilidad por la idea del viaje. Sus películas, ambientadas en su país natal o en algún otro lugar del planeta, se aferran siempre a un cierto espíritu de aventura. Así es como toma forma un cine itinerante en el que la ficción no solo ostenta, sino que también gusta de exhibir un trasfondo documental, registro privilegiado de la experiencia de creación del film. Esta forma de imbricar realidad y fabulación llega acompañada de otro gesto propio de la modernidad cinematográfica: la repetición de un mismo viaje en dos ocasiones (Hitchcock, el más moderno de los clásicos, ya jugó con esta idea tanto en Psicosis como en Vértigo). En el año 2008, Gomes estrenó la genial Aquel querido mes de agosto, una obra cuya singular transformación –comenzaba como un documental y transitaba hacia la ficción– escondía un proceso de creación dual. Aquella película se rodó durante dos veranos; en el primero, se filmó la vertiente documental, mientras que en el segundo se incorporó la ficción. Ahora, en la memorable Grand Tour –presentada en la Sección Oficial de la Seminci–, Gomes repite la jugada de construir un film a partir de dos rodajes bien diferenciados. En el primero, el cineasta y su equipo de coguionistas –Telmo Churro, Maureen Fazendeiro y Mariana Ricardo– viajaron por diversos países asiáticos filmando escenas documentales. Y luego, después de escribir una ficción inspirada en aquel viaje (y en un fragmento del libro The Gentleman in the Parlour de Somerset Maugham), se filmó una ficción histórica en estudios de Lisboa y Roma.

En algunos de sus trabajos previos, como Tabú o Aquel querido…, la inclinación de Gomes a poner en diálogo realidad y ficción había dado lugar a películas fragmentadas en bloques más o menos diferenciados. Pero, en Grand Tour, los componentes de la ecuación fílmica aparecen más entrelazados que nunca. La historia que cuenta la película es elemental: Edward (Gonzalo Waddington), funcionario del Imperio Británico en la Birmania de 1918, decide darse a la fuga justo cuando su prometida, Molly (Crista Alfaiate), llega en barco a Rangún. Pero el modo en que Gomes muestra la huida de Edward y la persecución de Molly es de todo menos simple. De partida, vemos a los actores interpretando la ficción histórica en unos escenarios altamente artificiosos. Sin embargo, esta parte filmada en estudio, heredera de los melodramas exotistas que Josef von Sternberg rodó con Marlene Dietrich a principios de los años 30, se ve interrumpida continuamente por imágenes documentales filmadas por Gomes y su equipo durante su viaje por Asia.

Las conexiones entre la ficción histórica y el marco documental son de naturaleza diversa. En lo estético, Gomes utiliza el celuloide de 16mm en blanco y negro como elemento cohesionador entre la fábula y la realidad, aunque hay momentos en los que unos estallidos cromáticos horadan los límites de la representación. Y luego están los sorprendentes engarces narrativos. Cuando, en la ficción, un monje japonés recomienda a Edward observar el comportamiento de los macacos, Gomes regala al espectador unas bellas imágenes de los simios (un interés por el mundo animal que, en otras partes del film, se traduce en estampas de ranas, caballos u osos panda). Por otra parte, cuando Molly decide acudir a una bà dong –un tipo de adivina vietnamita que lee el futuro en las cartas–, la visita no transcurre en el ámbito de la ficción en estudio, sino que acontece en el Vietnam actual, con la pitonisa enfundada en una gorra y ropa moderna. Aunque la herramienta principal que emplea Gomes para hilvanar las dos caras de Grand Tour es la voz en off, que corre a cargo de un grupo de narradores que van relatando el viaje de Edward y Molly en los idiomas correspondientes a los países en que va transcurriendo la acción. Las voces de diferentes hombres narran los segmentos de Birmania, Vietnam y Japón, mientras que son mujeres las que comentan en off las secciones de Singapur, Tailandia, Filipinas y China. Así, la dialéctica entre ficción y documental se entrelaza con la singular guerra de sexos que pone en juego el film, con Edward representando la cobardía masculina y Molly convertida en avatar de la determinación femenina. Si la estética de la película no apuntase de forma tan directa a los melodramas de Sternberg, cabría pensar que estamos ante un homenaje al género de la comedia screwball (Gomes ha explicado que se inspiró en la figura de Katharine Hepburn para construir el personaje de Molly).

En su orgánico zigzagueo entre el artificio fílmico y el documento audiovisual, Grand Tour invoca otra dialéctica esencial, la del pasado y el presente. En su película Tabú, Gomes ya meditó sobre las cicatrices del pasado colonial portugués, mientras que en Grand Tour los protagonistas son representantes de la corona británica en Asia. Podría parecer que, en su nuevo film, Gomes utiliza el pasado colonial apenas como un marco para la aventura, pero la película contiene suficientes transgresiones como para poner en valor su dimensión política. Por ejemplo, la decisión de hacer que todos los personajes no asiáticos hablen en portugués –sean británicos, europeos o estadounidenses– puede verse como un descarado ejercicio de apropiación, que pone en primer plano la violencia de la imposición imperialista (hay una cena multicultural en un barco que parece la contracara monolingüística de las cenas babélicas de Una película hablada de Manoel de Oliveira). Y luego están las palabras de un hombre británico que, a la luz de la decadencia del imperio, señala que “el hombre blanco es incapaz de comprender la cultura oriental”. En este sentido, Grand Tour, con su apego al artificio fílmico y su aproximación a la observación distante y poética de Chris Marker, propone un reconocimiento de la imposibilidad de filmar lo foráneo sin explicitar la brecha que separa al cineasta de su objeto de estudio.

Para viajar de Singapur a Tailandia, escapando de Molly, el personaje de Edward se sube a un rústico bote de pescadores en el que cae enfermo. En ese momento, una de las voces en off señala que, “dentro de la embarcación, (Edward) perdió la noción del tiempo”. Y eso es justamente lo que le ocurre a la hipnótica e imprevisible Grand Tour: pierde la noción del tiempo y, por el camino, invierte el sentido tradicional del archivo cinematográfico. Aquí ya no estamos ante imágenes documentales que ilustran un pasado histórico, sino que los testimonios de la realidad (filmados en 2020) ilustran el futuro de la ficción histórica (ambientada en 1918). Estamos, por lo tanto, ante un archivo fílmico del futuro, una deslumbrante colección de imágenes que, entre otras cosas, ilustran la resistencia de la cultura de los países asiáticos ante las ocupaciones angloeuropeas. Grand Tour: puro cine poético, político, lúdico y festivo.