“Soy una puta sombra”, afirma Julia, la protagonista de Rodeo, en uno de sus tensos intercambios con los miembros de un clan de moteros. Julia (interpretada con fiereza por la debutante Julie Ledru) vive en los márgenes de los márgenes, dado que ni siquiera parece hallar su lugar en el desolado hogar familiar, en plena banlieu. La joven prefiere merodear más allá del extrarradio urbano, donde alimenta su pasión por las dos ruedas birlando motos de cross a familias burguesas. Al volante, Julia acude a exhibiciones ilegales de motociclismo acrobático y allí encuentra a una extraña familia adoptiva, en la que hay lugar para la hermandad y la sororidad femenina, pero también para la violencia. Sobre esta premisa, la debutante Lola Quivoron construye una película magnética y serpenteante, que arranca apostando por un realismo crudo que solo se apacigua cuando la cámara vuela al lado de las motos de la protagonista y su nuevo clan.
Por momentos, parece que Rodeo se va a convertir en un acercamiento fetichista y observacional a la fascinación de Julia por el metal de las carrocerías y el olor a gasolina, a la manera de Carretera asfaltada en dos direcciones de Monte Hellman o The Brown Bunny de Vincent Gallo. Sin embargo, haciendo gala de un proceder felizmente imprevisible, la película vira rápidamente hacia el retrato de un universo situado en la frontera entre lo subcultural y lo criminal. En este sentido, Quivoron toma la sabia decisión de no mercadear con la dureza de la protagonista. Su agresividad no es una moneda de cambio con la que epatar al espectador, sino que forma parte su esencia, su modo de dialogar con un mundo hostil. Es más, a medida que la película avanza, y que Julia va adentrándose en un entramado de tintes mafiosos, el personaje se va volviendo más gris. La determinación con la que persigue sus sueños (conseguir la mejor moto, cometer el atraco perfecto) la vuelve más amoral, pero Quivoron no deja de observarla de cerca, siempre atenta a la intensidad de sus gestos, alimentando la empatía del espectador.
En su tránsito vital, Julia va chocando con una realidad llena de obstáculos. Es una excepción en un universo, el motero, donde las mujeres juegan el rol de trofeos de caza para los machos sobre ruedas. Y, en más de una ocasión, alguno de los miembros de su nueva “familia” se refiere a ella como “una tía mixta”, o como “la antillana”. Es mérito de Quivorón que todos estos comentarios de corte social, que apuntan a cuestiones de género y raza, se integren de manera orgánica en la odisea de Julia, sin desdibujar el rumbo que va tomando la película hacia los códigos del thriller. Ese es el golpe final del film. Cuando el espectador cinéfilo espera que Quivorón cierre el círculo moral que va del Robert Bresson de Pickpocket a la Rosetta de los hermanos Dardenne, la joven directora se saca de la manga un viaje hacia un territorio nocturno de hipnóticos paseos en moto y de espectaculares set pieces de acción. Todo parece posible en esta envolvente fábula que nos invita a abrazar las pulsiones más salvajes y rabiosas de los no reconciliados con el sistema.