Laura Citarella concibió Trenque Lauquen como parte de una saga en la cual un personaje vive distintas vidas en diversas ciudades. En ella Laura (Laura Paredes, como en Ostende, primera película de Citarella, también codirectora de La mujer de los perros), desaparece misteriosamente y esto suscita su búsqueda por parte de dos hombres que la aman. El film se divide en varios capítulos que aportan la mirada de los distintos protagonistas no sólo sobre el enigma que ronda a esa ausencia, sino sobre muy heterogéneas y exóticas historias que, de algún modo, se conectan. La ciudad de Trenque Lauquen, su tiempo y su arquitectura conforman un punto de atención y un ritmo que se percibe sobre todo en la primera parte. La obra se divide en dos bloques, que, separadas por un intervalo, conforman una deriva de 260 minutos. La presentación de los personajes y un aparente conflicto de pareja se van esbozando desde el inicio, pero las “historias extraordinarias” atraviesan ese primer misterio más cotidiano y lo que podría pensarse como el escape ante las dudas de la protagonista frente al gran cambio que se avecina, el casamiento con Rafael (Rafael Spregelburd). ¡No, casamiento no! Irse a vivir juntos que, como aclaran siempre, “… es lo mismo…”.
El Pampero Cine es un colectivo y junto a las Lauras se suman al trabajo de, entre otros, Elisa Carricajo, Verónica Llinás, Alejo Moguillansky y, por supuesto, Mariano Llinás. En el guion de las Lauras puede advertirse su impronta, pero pensar en Trenque Lauquen como la Historias extraordinarias de Laura Citarella le hace poca justicia a ambas. Claro que hay una conexión (como la hay, de algún modo, entre todas las películas de El Pampero), pero el ánimo de narrar, de contar historias, adquiere aquí otra dimensión y otra forma. Se mantiene esa lógica de acumulación, de adentrarse con seriedad a derivas en principio inverosímiles (como en La flor, claro está), pero aquí el peso de los personajes femeninos, su mirada, se impone de una manera muy distinta a las citadas películas dirigidas por Llinás. Si en estas la novela decimonónica es el espejo y el cauce, Citarella se abre a la indagación poética de manera muy personal y diversa. El peso de las palabras también es distinto, los diálogos se construyen desde un acercamiento más naturalista, y el silencio y las elipsis se adoptan como modelo narrativo que ponen menos acento en el disfrute de la construcción de un discurso verbal complejo o alambicado. ¿Será por eso que las canciones que puntúan y se reiteran en la deriva refieren a las palabras y/o a la dificultad de articularlas, de reflejar con ellas los pensamientos?
En Trenque Lauquen hay lugar para las intrigas de un concurso académico, la burocracia estatal, una radio local (genial todo ese apartado), científicas, amores prohibidos, cartas, libros y hasta un misterioso ser mutante. La narración nos introduce sugestiva y gradualmente –con cierta parsimonia al inicio– para ir luego pisando el acelerador mientras genera en el espectador esas ansias por seguir descubriendo. Pero este descubrimiento, esta búsqueda para encontrar alguna respuesta, tiene menos que ver con cada una de las historias desgranadas que con lo que se vincula con esa inasible y cambiante protagonista cuya mutación (¿y desaparición?) acaece ante nuestros ojos.