En pleno proceso de construcción de su imaginería gótica y deudora de universos literarios, Tim Burton se liberó de su propia sombra con una comedia ácida, de colores luminosos y estética kitch, pero repleta de dobles lecturas y (muy) fina ironía. Concebida, en principio, como un homenaje a la serie B de los años 50 y 60, de la que el director toma prestado su inmenso potencial alegórico, el film se despliega en múltiples lecturas que hablan de las relaciones de poder, el miedo a la diferencia y acaba, finalmente, siendo un alegato contra los totalitarismos de cualquier tipo. Burton se muestra más fino e irónico que nunca y no permite que su brillante puesta en escena (repleta de detalles y hallazgos visuales) contamine el espíritu contestario del film. Es cierto que nunca ha vuelto a transitar por este camino desde entonces, que ha preferido ensayar tiros con balas de fogueo auspiciado por distintas ‘majors’ o bien cultivar su imagen de icono siniestro en la línea de Robert Smith pero en el cine. El caso es que hace veinte años exhibía maneras de cineasta contracorriente y contra todo lo que se le pusiera por delante. Fernando Bernal

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