DVD y Libros

  • El mundo, un escenario

    El mundo, un escenario

    Jordi Balló y Xavier Pérez son autores de uno de los libros más clarificadores, didácticos y reveladores de la literatura cinematográfica en España, realizado además de manera muy alejada al tradicional acercamiento a autores y obras concretas. Se trata de La semilla inmortal (Anagrama, Barcelona, 1997), una visión abierta de la historia del cine a través de lo que ellos denominan “argumentos inmortales”, historias básicas y elementales que, con variaciones y derivaciones, han ido repitiéndose a lo largo de la historia del cine, y que provienen en muchos casos de fuentes anteriores, como el teatro, la novela, o la poesía. La semilla inmortal no pretendía acabar con la escritura de guión, definiendo todo como una eterna reescritura, como un palimpsesto, pero sí mostrar las fuentes esenciales de las historias y sus mínimos comunes denominadores, a partir de los cuales los directores, cineastas, guionistas, han ido creando sus propias lecturas, variaciones y derivadas.

    Visto a la luz de aquel libro, el cine se entendía como la continuación de una larguísima tradición de narradores, capaz de explorar nuevos caminos partiendo de las sendas ya conocidas. Aquel libro, que se convirtió en uno de los mejores y menos dogmáticos manuales de escritura de guión, sigue siendo, casi veinte años después, una lectura apasionante para entender cómo el cine se engarza con artes diversos para amplificarlos, homenajearlos, reescribirlos y multiplicarlos, hundiendo sus raíces en las epopeyas griegas y llegando, por ejemplo, a la mitología kafkiana. Era el caso de veintiún argumentos como “la venganza”, “el amor prohibido”, “la ascensión por el amor” o “el laberinto”, que Balló y Pérez rastreaban a lo largo de la historia del cine, indicando sus variaciones, sus distintas interpretaciones, así como los orígenes de los que bebían, en un ejercicio de historia, documentación, análisis y crítica apasionante.

    Años después, Jordi Balló en solitario publicó Imágenes del silencio (Anagrama, Barcelona, 2000), un estudio similar pero basado no en los argumentos, sino en determinadas imágenes icónicas, denominadas por él “motivos visuales” que al igual que los argumentos, han ido repitiéndose a lo largo de la historia de las artes visuales, pintura, escultura, fotografía, cine y vídeo, adquiriendo nuevos significados, nuevas lecturas, nuevas interpretaciones. Así, imágenes como “la mujer en la ventana”, “la escalera”, “la lluvia”, o “la piedad”, entre otras, eran objeto de un análisis similar al que Balló y Pérez sometieran a los argumentos. Sin ánimo dogmático, y con una mezcla de voluntad divulgadora, historiográfica y analítica, el libro iba trazando los azarosos recorridos de la vida de esas imágenes, perfectamente reconocibles para los espectadores educados en nuestra cultura visual. Al reconocer, aunque fuera de forma intuitiva, el significado primigenio de dichas imágenes, dicho espectador podía apreciar las variaciones, entender las derivadas introducidas, y trazar incluso algunas reescrituras.

    WILLIAM-SHAKESPEARE

    Casi veinte años después de aquel primer libro a dúo, Balló y Pérez han vuelto a reeditar su escritura a cuatro manos para enfrentarse a uno de los tópicos más recurrentes en la (i)rreflexión sobre la escritura cinematográfica y televisiva: la influencia decisiva de William Shakespeare, dramaturgo británico que últimamente aparece citado de forma casi automática en todas las reseñas sobre la denominada “era dorada de la televisión”, que es la forma acrítica con la que los medios han acogido, sin apenas reflexión, el boom de producción y consumo de series televisivas. Bajo el titulo El mundo, un escenario. Shakespeare: el guionista invisible (Anagrama, Barcelona, 2015), Balló y Pérez no se limitan a lo evidente, que sería rastrear cómo el cine y la televisión se han nutrido de los argumentos, los conflictos, los dilemas morales, o los personajes diseñados por Shakespeare (sin olvidar, por otro lado, que el propio Shakespeare también bebía de fuentes anteriores), sino que trata de ir más allá y se centra también en cómo las distintas narraciones audiovisuales, ya sean televisivas o cinematográficas, se han adueñado de técnicas que Shakespeare avanzó en su momento. Así, el libro aborda lo “shakespeariano” desde una perspectiva mucho más amplia que la puramente argumental, extendiendo la influencia del dramaturgo a un ámbito que no es el de la pura reescritura, mimesis o adaptación más o menos literal de sus argumentos, sus personajes, sus tramas o sus dilemas morales.

    En la introducción, Balló y Pérez se preguntan el porqué de la inusitada reedición de la influencia de Shakespeare en un momento de dispersión y fragmentación audiovisual, y encuentran una posible respuesta que da pie a todo el libro posterior: “El hecho de que los mecanismos dramatúrgicos shakespearianos estén viviendo, en la era de la pantalla global, un extraordinario momento de expansión quizá se deba también a que la crisis de los géneros tradicionales ha hecho posible una mezcla de tonos que el propio teatro isabelino ya había propuesto como garantía de una libertad creativa opuesta a las restricciones escolásticas”. Así, la principal influencia, frente a la lectura más simplista de la herencia shakespeariana, no es la literal, sino una capacidad para abrir las formas, los tonos, los recursos narrativos y las formas audiovisuales, en la mejor tradición de ese teatro isabelino que supo ver que en la riqueza de la mezcla estaba la esencia de su supervivencia. En un mundo de narraciones fragmentadas, de pantallas por doquier, de relatos corales, Shakespeare se aparece como una sombra que supo adelantar muchos de los recursos que hoy hacen de la construcción audiovisual un campo en constante mutación.

    Como es obvio, resulta imposible, además de inútil, resumir en una reseña los hallazgos del libro, que combina distintas fuentes audiovisuales, desde películas hasta series, para tratar de entender la influencia decisiva, y no siempre obvia, de Shakespeare. Sirva como ejemplo uno de los últimos apartados del libro, que bajo el epígrafe “El ensayo es la película” explora de qué forma el cine contemporáneo ha adaptado los procesos de teatro dentro del teatro ensayados por el inglés, y que han derivado en una enorme variedad de escrituras intertextuales que hacen del proceso de construcción de la obra el protagonista, de la misma forma que Shakespeare introducía los ensayos de otra obra de teatro dentro de El sueño de una noche de verano. El hilo de ese trabajo sobre el propio proceso de construcción de las obras lleva a los autores a una senda que recorre desde La carroza de oro (Le carrose d´or, Jean Renoir, 1953) a John Cassavetes o incluso Balas sobre Broadway (Bullets Over Broadway, Woody Allen, 1994), siempre bajo la idea de que “filmar el ensayo quiere decir, por tanto, filmar la fragilidad, el momento anterior, el carácter inacabado de las obras. Y al hacerlo, reclamar la colaboración del público para que contribuya a completarlas”. En definitiva, un muy buen ejemplo de la vigencia contemporánea de las estrategias del inglés.

    El libro no tiene en todo caso vocación enciclopédica, ni exhaustiva ni definitiva, no pretende agotar las interminables ramificaciones de la influencia shakespeariana, ni citar todas las obras posibles, sino más bien explorar y retratar la riqueza y la viva influencia que las invenciones narrativas de Shakespeare, que han ido modulándose, variando, enriqueciéndose, a lo largo de más de un siglo de cine.

  • Angular. Volumen 01.

    Angular. Volumen 01.

    Albert Alcoz y Alberto Cabrera Bernal son dos nombres recurrentes e ineludibles en la escuálida escena de cine experimental en España, practicantes rigurosos y estudiosos de la tradición internacional, de la que España estuvo durante tantos años descolgada, y decididos militantes de los formatos analógicos, sobre los que vienen trabajando, en Super 8 y en 16 mm, incluso en 35 mm, desde hace casi una década. Sus trayectorias, muy distintas en la práctica fílmica, habían confluido ya en trabajos expositivos o performativos, y han terminado por cristalizar juntas en Angular, un proyecto de editora de DVD que viene a cubrir un espacio totalmente yermo en España: el de la difusión en formato doméstico, ya sea para consumo privado, ya sea para trabajo académico, de trabajos de cine experimental.

    Después de una convocatoria pública para trabajos recientes, Alcoz y Cabrera Bernal han editado el Volumen 01 en una edición limitada y numerada, y totalmente manufacturada por ellos mismos, con trece trabajos de once artistas de todo el mundo, y un cuidado libro de acompañamiento. En la mejor tradición del DIY (do it yourself), de reivindicación del trabajo manual, el cuidado artesanal y el rigor estético, han sido ellos mismos quienes han diseñado el DVD de forma íntegra (tanto los menús como el libro que lo acompaña), y se han hecho cargo de todo el proceso de producción, enfundando los DVD en sus cajas, buscando la mejor manera de combinar libro y DVD sin caer en las ediciones tradicionales, y haciéndose cargo también de los envíos por correo. Hay algún eco en este empeño en romper con los procesos de producción industriales de la mítica Constellation Records, la casa editora de Goodspeed You! Black Emperor, fundada por el propio grupo, quienes durante muchos años fabricaban, enfundaban ellos mismos los DVD, e incluso firmaban y agradecían cada una de las compras por correo postal.

    En realidad, esta forma de trabajo es totalmente coherente con las prácticas fílmicas previas de Alcoz y Cabrera, y con el cine que defienden desde Angular, y que pretenden difundir y hacer accesible: un cine generalmente casero (que no es lo mismo que pobre, o falto de rigor), manufacturado, con un fuerte vínculo con las tecnologías manuales frente a las digitales (aunque Angular admite y promueve también las prácticas cinematográficas en video, como signo ineludible de los tiempos), y con un fuerte componente de posicionamiento político frente a imposiciones industriales que arrinconan hasta hacerlas desaparecer prácticas cinematográficas que no se ajustan, o que enfrentan directamente, los presupuestos y los modos de hacer convencionales y hegemónicos. Como decían los propios Godspeed en una entrevista con The Guardian, y que bien podría aplicarse al trabajo de Angular, y casi de forma general a la práctica experimental en su conjunto: “You make music for the king and his court, or for the serfs outside the walls (Haces música para el rey y su corte, o la haces para los siervos tras los muros)”.

    Tomonari_Nishikawa

    ©Tomonari Nishikawa

    Esa coherencia formal en el proceso se refleja también en el contenido de este Volumen 01, cuidadosamente numerado y acompañado de un libro, en inglés y español, que aspira a ser algo más que el tradicional libreto, y para el que han convocado a diversas firmas internacionales, responsables de las pequeñas reseñas de cada uno de los trabajos seleccionados, además de incluir una entrevista con Marcos Ortega, responsable de la web Experimental Cinema, una de las mejores y más completas bases de datos y noticias sobre cine experimental, con la que reafirman su vocación entre educativa y de archivo, además de pensamiento y reflexión. Angular Volumen 01 no es solo una selección de películas (de las que hablaremos algo más abajo) sino un proyecto que busca radiografiar un momento de la creación experimental, y de todo aquello que la rodea, y ayudar a difundir y consolidar una practica cinematográfica que, casi por definición, es minoritaria y parece condenada a no llegar en condiciones adecuadas al público, al tiempo que practica la mirada analítica y reflexiva sobre el cine que promueve. De ahí la interesante combinación entre entrevista y reseñas, que pone sobre la mesa cuestiones como la visibilidad, la difusión, la construcción (o destrucción) de una comunidad en torno al cine, y la necesidad de reforzar y trabajar para establecer las vías adecuadas para la difusión, el estudio, el disfrute y el conocimiento de este tipo de cine.

    Es por eso que este primer volumen de Angular (y deseamos que vengan muchos otros detrás) se antoja tan importante: no solo porque es una iniciativa inédita en España, sino porque aspira a llevar el cine experimental más allá de sus (escasas) salas tradicionales de difusión, como Xcentric en CCCB, CGAI en A Coruña o La Casa Encendida en Madrid, en un movimiento que aspira a ser de ida y vuelta: el conocimiento genera interés, de la misma forma que José Val del Omar afirmaba: “Matemáticas de Dios, cuanto más das, más tienes”. Lo que Cabrera Bernal y Alcoz han decidido compartir en este primer volumen es, como decíamos más arriba, una selección de once cineastas contemporáneos que dialogan, de forma más o menos obvia, con un nombre más clásico como el del canadiense Chris Gallagher, que cierra el volumen con su trabajo Seeing in the Rain (16 mm, 10 min., 1981, Canadá) como punto y final que impone una relectura retrospectiva a los trabajos contemporáneos. El cortometraje de Gallagher, un cuasi plano secuencia rodado en un día de lluvia, a través de los cristales frontales de un autobús, es un ejemplo de encuentro y dialogo entre lo real y la vertiente más estructural del cine experimental: es el ritmo de los limpiaparabrisas que atraviesan la imagen quien impone el ritmo de montaje, interrumpiendo ese plano secuencia, y creando un ritmo impuesto a lo real que desarma la sensación de realidad para poner el acento en lo importante: la manipulación filmica, la intervención del aparato cinematográfico, y la propia estructura del cine, sus herramientas, sus elementos físicos y lingüísticos, como protagonistas únicos y últimos del propio cine.

    ©Chris Gallagher

    ©Chris Gallagher

    La selección de títulos de este Volumen 01 se hizo, según explican sus editores, en un intento de mostrar la riqueza y variedad de las expresiones experimentales contemporáneoeas, tanto en formatos (las obras seleccionadas van desde el Super 8 al video digital pasando por el 16 o el Super 16 mm), como en corrientes de trabajo. Sin embargo, casi todas ellas comparten esa mirada cuasi-estructural que impone el trabajo de Gallagher: un énfasis en las herramientas cinematográficas, en la descomposición del lenguaje hegemónico para trabajar sobre la superficie y las componentes puramente cinematográficos. Los trabajos de Scott Fitzpatrick, Wingdings Love Letter y Places With Meaning son quizás de los ejemplos más interesantes en ese viaje en busca de lo esencial y propio del cine, o al menos, de la negación de lo hegemónico: trabajando con película de 16 mm reciclada, y dos programas informáticos domésticos como el Microsoft Paint y el Microsoft Word, el artista canadiense imprimió con láser series de palabras usando las tipografías de Windows Wingdings y Webdings, que sustituyen las letras por dibujos y representaciones gráficas diversas. El resultado no solo es una oda a la cultura popular, y una reivindicación de lo feo como una postura casi política, sino también una negación completa del cine como herramienta de comunicación y dialogo: el lenguaje queda reducido aquí a una sucesión de palabras ininteligibles, poniendo de relieve que lo relevante es, a lo sumo, el propio medio. Que ambos trabajos estén realizados usando programas informáticos de uso hegemónico, pervirtiendo su sentido original, entronca con esa corriente del experimental que busca subvertir las formas de hacer tradicionales.

    En una línea similar de cineastas-videastas que conocen la tradición experimental y dialogan con ella desde un punto de vista contemporáneo, está el trabajo de Blanca Rego Engram (optical sound #001), un trabajo que forma parte de una serie titulada “Esto no es una película”, que emula u homenajea obras clásicas del estructural, a través de una sucesión de frames blancos y negros, pero hecho, no en celuloide, sino con una aplicación de teléfono móvil llamada 8 mm, que emula el aspecto cinematográfico de las películas antiguas. Parte homenaje, parte ironía, el trabajo es puramente posmoderno, y reflexiona sobre cómo nos relacionamos con la tradición cinematográfica, por un lado, y cómo, por otro, añoramos el aspecto físico de los soportes analógicos, creando simulacros nostálgicos. Estos dos trabajos dan una buena muestra del enfoque contemporáneo con el que Angular se da a conocer: no se trata de reivindicar un cine experimental añejo per se, sino de entender la historia, dialogar sobre ella, y pensar cómo el cine experimental puede seguir reinventándose, ya sea a través de sus relecturas, en dialogo con sus fuentes, o explorando nuevas vías a través de nuevas herramientas digitales: al fin y al cabo, el cine experimental, fuertemente unido a sus herramientas técnicas, nunca podrá ser el mismo, o no debería, si cambian las tecnologías. Bienvenido seas, Angular.

  • La comuna (París, 1871), de Peter Watkins

    La comuna (París, 1871), de Peter Watkins

    Construida a partir de largos y fluidos planos secuencia que reflejan el éxtasis revolucionario que asoló París en la primavera de 1871, La comuna es en realidad una película hecha de fracturas. Sus momentos más reveladores son aquellos en los que un personaje mira a cámara y confiesa, “soy totalmente ficticio”; o aquel en el que la discusión sobre el papel de los inmigrantes en la revolución socialista se ve interrumpida por un intertítulo (blanco sobre negro) donde se da cuenta de la expulsión, en 1996, de inmigrantes ilegales alojados en una iglesia de París. Momentos en los que el británico Peter Watkins deja constancia de su voluntad de violentar las formas canónicas del cine y la televisión.

    La comuna puede ser descrita como un docudrama o una obra de docuficción, pero estos conceptos estancos no hacen más que mermar el estatuto artístico, histórico e ideológico del film. Parece más adecuado tomar la sugerente idea de un “arte del contratiempo” que articula José Ángel Alcalde en un instructivo texto incluido en el libreto de la primorosa edición en DVD de la película que ha editado el sello Intermedio.

    La comuna retrata un episodio prácticamente relegado de la historia oficial francesa –un silencio que tuvo su extensión en la marginación sufrida por la película de Watkins por parte de su propia productora, la cadena franco-alemana Sept-ARTE–. Durante poco más de dos meses, en la primavera de 1871, trabajadores e intelectuales comprometidos con la lucha socialista tomaron el control de París y administraron la ciudad aprovechando el desconcierto del gobierno republicando, que se parapetó en Versalles tras la derrota a manos de la Prusia de Bismarck. Dos meses de sueños y utopía cercenados de cuajo durante la conocida como “Semana Sangrienta”, en la que perecieron unos 30.000 comuneros, incluidas mujeres y niños.

    lacommune2

    La primera mitad de La comuna –de la que Intermedio rescata su versión íntegra de 345 minutos– da cuenta del ardor arrebatado de los revolucionarios, la mayoría interpretados por actores no profesionales que perfilaron sus personajes combinando investigación histórica y compromiso (político) personal. Durante la impactante recreación de la “Semana Sangrienta”, varios de los actores que interpretan a comuneros se salen del papel para denunciar el estado de opresión real que experimentan en sus vidas cotidianas, reales. Como apuntaba J. Hoberman en The Village Voice, “La comuna evoca el furor inusual de la euforia revolucionaria, del vivir –y morir– en un tiempo sagrado”.

    Para reclamar la vigencia histórica de la Comuna de París, Watkins pone en marcha uno de sus característicos ejercicios de anacronismo, paroxismo y autorreflexión. El director inventa para la ocasión un enfrentamiento entre dos canales de televisión –la oficialista TV Nacional de Versalles y la TV Comunal– que devienen cronistas parciales de los acontecimientos. Una operación con la que Watkins estudia las estrategias uniformizadoras y antirreflexivas de los medios de comunicación de masas. Por su parte, adscribiendo las imágenes a las formas del Cine Directo y expresando un fuerte compromiso realista en el uso de largos planos secuencia, el director de The War Game construye una representación acalorada, electrizante, del empuje del pueblo. Lejos de la pausa reflexiva, la representación se ve monopolizada por soflamas revolucionarias que reclaman la igualdad de sexos, mejores condiciones laborales o una educación pública y laica. Un verismo que, sin embargo, se ve continuamente resquebrajado por fracturas que interrumpen el fluir de la ficción. Como apuntaba Watkins en su texto Autobiografía de una marginación, “el decorado (de La comuna) se hizo de forma muy cuidados para que flotase entre la realidad y la teatralidad”.

    El verdadero motor de La comuna son las dialécticas entre realidad y artificio, memoria y presente, utopía y catástrofe, individuo y comunidad. En un momento en el que la mecha revolucionaria encendida por Watkins alcanza el presente, un no-actor teoriza acaloradamente que “lo que más temen (los medios de comunicación) es ver al hombrecillo de la pequeña pantalla sustituido por una multitud”. Acorde con esta idea, Watkins se resiste a filmar primeros planos, favoreciendo las composiciones de grupo. Una suerte de socialismo fílmico.

    En la segunda parte del film, más meditativa que la primera, Watkins abre espacios de debate donde los no-actores conversan sobre diferentes aspectos de la Comuna, el episodio histórico, y La comuna, el film. En una larga y deslumbrante secuencia protagonizada por un grupo de mujeres, se discute en presente acerca de la necesidad de liberarse del yugo del trabajo, aunque la demanda más urgente es la de contar con “un tiempo para pensar”, un tiempo que la primera mitad de la película estaba denegando a sus participantes. En definitiva, La comuna consuma lo que el crítico Paul Arthur definía como “la voluntad de verse a sí misma como parte del problema (que plantea)”, una prueba de fuego para el buen film-ensayo.

    peter_watkins

    El director de Punishment Park define La comuna como un “proceso”. Un proceso de realización cinematográfica que viene precedido de una investigación histórica y que va paralelo al debate crítico y a la toma de conciencia por parte de todos los participantes. Un “proceso” que reclama romper con los tabúes históricos y reavivar la memoria, algo que no resulta difícil cuando atendemos a las similitudes entre los climas de injusticia y corrupción social de 1871 y de nuestro presente. De esto da cuenta un ensayo visual titulado El tesoro sin edad que abre el libreto de la edición en DVD. En sus páginas, Miriam Martín elabora una audaz y elusivo discurso en torno a las imágenes de la revolución en el que confluyen documentos de la Comuna Durruti, fotogramas de La marsellesa de Jean Renoir e instantáneas de pancartas antisistema tomadas en alguna manifestación reciente. Un ensayo cuyo interés se ve limitado por su formulación críptica. La decisión de no clarificar el origen y función de cada imagen dibuja una interesante alternativa a la crítica tradicional, pero no termina de encajar con la lógica sustancialmente formativa, en parte también didáctica, de la obra de Watkins.

    En su sensacional crítica del film, Hoberman definía La comuna como “una trabajo de modernismo progresista –que dialoga no solo con Brecht y Vertov, sino también con los espectáculos de masas soviéticos y el Godard didáctico– que es a la vez inmediato y autorreflexivo”. Al cóctel de referentes (pasados y futuros), se podría añadir la fuerza testimonial de un documental como La batalla de Chile y el martilleo de los límites del cine de lo real por parte de Pedro Costa o Miguel Gomes. Todo ello encapsulado en una película que mira hacia 1871, que habla desde el año 2000 y que nos ayuda a poner en cuestión nuestro agitado presente.

    Disponible en Intermedio.net

  • El gag visual

    El gag visual

    Como en una de aquellas amplias y abarrotadas vistas de las películas de Jacques Tati, El gag visual –excitante y riguroso ensayo firmado por Manuel Garin– esconde detalles reveladores por todas partes. En su imponente y referencial introducción, descubrimos que Garin está más interesado en describir que en interpretar el gag: propone una cartografía del gag que pasa por comprenderlo más como un medio que como un fin. Más adelante, en uno de los suculentos pies de páginas, descubrimos que el gag puede trascender el ámbito de la comedia y ser trágico –las risas crueles de un equipo de cineastas al ver a la niña de Bellisima de Visconti– o puramente humanista –la espontánea sonrisa de Harry Carey en el clímax épico y dramático de Caballero sin espada de Capra–. Y, de propina, podemos llegar a comprender nuestra obsesión por aquel vídeo de Youtube del niño que descubre que Darth Vader es el padre de Luke Skywalker al relacionarlo con la espontaneidad, fugacidad y poso documental de las risas de los niños que asistían al espectáculo de títeres de Los 400 golpes o de los granujillas saca-lenguas del cine de Yasujirō Ozu.

    En una época dominada por la lectura en diagonal y los fogonazos tuiteros, El gag visual se erige en un balsámico maratón intelectual, una vacuna contra las tesis efímeras, una experiencia al mismo tiempo reflexiva, eléctrica y tónica. Esta aparente paradoja tiene mucho que ver con el interés del autor por combinar el estudio sistemático y profundo, propio de la academia, con la ágil y libre asociación de ideas que caracteriza al buen crítico. Garin –que viajó hasta el Performing Arts Archive de Los Angeles para revisar los guiones originales de películas de Lubitsch o Hawks– sobresale a la hora de tipificar o deconstruir el gag. Los amantes de la comedia en mayúsculas disfrutarán con las precisas definiciones de la energía sustractiva del “toque Lubitsch” y de los elípticos y ambiguos finales felices de la películas de Buster Keaton. Por mi parte, reconozco mi debilidad ante pasajes como aquel en el que Garin encadena una escena en la que Mr. Bean (Rowan Atkinson) embute un steak tartar en el bolso de una señora con un gag de The Hole, de Tsai Ming-liang, en el que los protagonistas intercambian objetos y fluidos a través de un agujero que comunica el suelo de uno con el techo del otro. Dos gags “saturados” que revelan el potencial cómico de la atracción que genera el vacío, los agujeros por rellenar.

    Super Mario

    En El gag visual, el cinéfilo hallará análisis de gags para dar y tomar: gags de faldas al vuelo, gags con pollos (de los hermanos Marx a Padre de familia, pasando por los Monty Python), gags de miembros amputados (de la joroba de El jovencito Frankenstein a Tim Burton), gags a dúo o en trío, gags animados o gags suicidas, los que más parecen fascinar a Garin. Todo ello enmarcado en una sólida reflexión teórica que reúne a filósofos como Henri Bergson, el padre del estudio de la risa, Kant, Baudelaire o Kierkegaard, y a literatos como Mark Twain, Dickens o Cervantes.

    Siempre he sentido debilidad por los críticos que abusan del epíteto “sublime” y Garin lo emplea con soltura. En su envidiable prosa, los parsimoniosos gags del sueco Roy Andersson “coagulan como un líquido estanco”. En su escritura, las expresiones más llanas, populares (lo cafre, lo bizarro), se dan la mano con la jerga más analítica: sinécdoque, hermenéutica, ¡¡anagnórisis!! ¡Eso es un buen gag!

    Nada se le puede recriminar a la claridad con la que Garin estructura su ensayo, que va de lo físico a lo espacial, del corte de montaje al movimiento, de los personajes a los gags recurrentes. Sí que resulta chirriante algún exceso anglicista: puede que el acting añada alguna capa de significado al término “interpretación” o “actuación”, pero a mí se me escapa. Por otra parte, el autor maneja una lista ampliamente razonada de autores predilectos: de los maestros del slapstick a Lubitsch, de Tati a Pierre Etaix, de los animadores de la Warner Bros a Hayao Miyazaki. Un marco de preferencias que, en ciertas ocasiones, parece limitar el abanico de ejemplos que ofrece el estudio, algo especialmente llamativo en las, para mí, escasas referencias a la Nueva Comedia Americana. Me cuesta recordar un gag de suicidio mejor que la inmolación involuntaria, cigarro en boca después de una fiesta de gasolina, de los amigos-modelos de Derek Zoolander (Ben Stiller). Y qué decir del trabajo de alelamiento y desproporciones físicas ejecutado por Will Ferrell bajo la batuta de Adam McKay. En fin, crucemos los dedos para que, en algún momento, Garin nos deleite con su análisis de las películas del coreano Hong Sang-soo y el argentino Matías Piñeiro, dos heterodoxos (no tan) ocultos de la comedia actual.

    El gag visual –al que no le habría sobrado un índice onomástico– se cierra con una audaz cadena de trompicones y pericias físicas, de las carreras de Buster Keaton a las proezas de Super Mario (sí, el fontanero de Nintendo) pasando por los tortazos de los concursantes de humor amarillo. Una demostración final de que, como se apunta en la introducción del libro, el gag visual funciona como “un juego del mundo que reinventa la realidad”; por ejemplo, desorganizando el empuje cronológico de la Historia. He aquí la guinda de un libro con forma de pastel hilarante que, como reclama Garin al gag visual, nos hace reír pero sobre todo nos invita a pensar.

    Disponible en Amazon.es