Tras el ‘escándalo’ que supuso para el régimen franquista que una obra tan subversiva y amoral como Viridiana ganara la Palma de Oro de Cannes en 1961, la respuesta oficial fue definitiva: prohibir la obra y apartar a su director, Luis Buñuel, lo más lejos posible de las fronteras (que tampoco fue muy lejos, porque se hospedó en Francia, una nueva patria en la que, por ejemplo, alumbró Belle de Jour) del país. Dejando aparte esta injusticia, ampliamente documentada en cualquier manual de historia cinematográfica, la vuelta de Buñuel a territorio español supuso que el director aragonés pudiera llevar a la pantalla un proyecto al que llevaba dando forma veinte años y que nunca había visto la luz por problemas de producción. Además, también fue la tercera vez que se acercó a una novela de Benito Pérez-Galdós y lo hizo con su vocación de respeto combinada con la necesidad de transgredir y buscar la provocación en cada plano. El maestro llevó al escritor naturalista hasta los terrenos del surrealismo y el resultado es una película atemporal, como casi todas las de Buñuel, repleta de imágenes icónicas y desconcertantes que la colocan entre las grandes de su creador. Fernando Bernal

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