Víctor Esquirol (Pampona, Festival Punto de Vista)

Ayer en Punto de Vista todo anduvo revuelto. Más bien revolucionado. Se retrasaron varias sesiones porque la burbuja festivalera no es tal, y si lo es, hace gala de una permeabilidad que, al fin y al cabo, es la que le pedimos al mejor cine. En las calles, las mujeres dijeron basta, y el certamen dirigido por Garbiñe Ortega se sumó al grito. Éste resonó no sólo en la configuración de la parrilla, sino también a través de las voces conjuradas en tan histórica jornada. Hubo paridad entre ellos y ellas. No matemática, sino óptima. El equilibrio (la justicia, vaya) se alcanzó, principalmente, a través del gesto más noble y sincero: el de dar importancia a aquello que antes creíamos que no la tenía, como puede ser el funcionamiento de una máquina lavadora. The Washing Society, de Lizzie Olesker y Lynne Sachs, propuso una atípica ronda por algunas de las 2500 lavanderías de Nueva York. Negocios con condiciones de laboratorio sociológico. Lugares que, a ojos de las realizadoras, y con el permiso de Stephen Frears, adquieren la categoría de privilegiados puestos de vigilancia, habitados por centinelas que se expresan no en inglés sino en mandarín y español.

La dupla de directoras pone el zoom (a nivel microscópico) sobre la idea del melting pot. La imagen es espantosa: una maraña de fibras e hilos mal tejidos. Tanto que no queda otra que mandar tal desastre a la lavadora. Lo que viene a continuación es un intento de dar sentido a una nebulosa de colores que dan vueltas sobre sí mismos. Una imagen que, por su efecto centrífugo, genera una ilusión de homogeneidad; sin embargo, lejos de la cohesión, los componentes se revelan agitados, no mezclados. Un ejercicio de cine conceptual en el que Olesker y Sachs brindan tres cuartos de hora de película y muchos cuartos de dólar de propina, revelando las manchas (del racismo, del clasismo) de un sueño americano que parece querer borrar los rastros de su propia identidad. Pasadas unas cuantas vueltas más, el documental se transforma en performance teatral. Se callan las voces en off y los sujetos entrevistados se enfrascan en una danza de desahogo, rematada ésta con un último acto de desvanecimiento, quién sabe si de disolución. Sólo quedan las prendas que llevan puestas. Simple, comprensible, y sin duda aterrador.

Con un cierto mal cuerpo, seguimos echando monedas a la máquina del festival y, una vez más, los cortos ganaron peso. El nuevo trabajo de Deborah Stratman dio lo que prometía su título. Optimism nos llevó al corazón helado de América del Norte… y de paso, se descubrió como el complemento perfecto de una de las rarezas más gratificantes de la temporada pasada: Dawson City: Frozen Time de Bill Morrison. Si aquel documento brillaba como pieza de arqueología fílmica, éste lo hace como irresistible juego que sólo puede entenderse en términos estrictamente cinematográficos. La banda sonora da las primeras pistas, y provoca el deshielo de otro sueño quintaesencialmente americano. O canadiense, vaya. Y es que desde el remoto territorio del Yukón llegan reminiscencias de la siempre virulenta fiebre del oro.

Desde un pasado conservado en el frío invernal, y resucitado a través de sonidos e imágenes, Optimism erige una burla a la locura derrochadora que sobrevive en nuestro presente. Proyectos faraónicos e ideas de bombero se funden como el áureo elemento en ocurrencias tan disparatadas como la de construir un espejo gigante para reflejar la luz solar y combatir así la falta de vitamina D. A Stratman le basta con jugar con la exposición lumínica para pasar del estado líquido al sólido, y confundir de paso a nuestra vista, porque confusos aparecen aquí unos recuerdos que podrían ser imágenes contemporáneas. Recordatorios más o menos involuntarios de una historia que se confunde en su perpetua repetición.

Para salir del bucle y hacer subir la temperatura, nos fuimos a las Azores de la mano de Jorge Jácome. Flores, que así se titula su nueva película, no necesita llegar ni a la media hora de metraje para revelarse como un documental total. El punto de partida para conquistar tan alta cima se encuentra en una imagen difícil de creer: la de unas islas teñidas de lila, el color predilecto de una especie invasora (pero protegida), importada desde tierras remotas, en lo que cabría interpretar como una tardía venganza a la japonesa, motivada por los arrebatos pretéritos del viejo continente colonial. El caso es que, por caprichos botánicos artificiales, las hortensias hace tiempo que conquistaron la naturaleza de este archipiélago portugués. Terremoto de la flora que, como era de esperar, ha tenido sus réplicas en la fauna isleña. Jácome se sirve de estas atípicas circunstancias para construir una narración dividida en tres capítulos con focos de atención distintos. Al final, la suma del tríptico da un dibujo general tan completo como hermoso y complejo.

Pasamos así de lo íntimo a lo colectivo a través de un relato que florece gracias a su alta carga alegórica. Con actitud innegablemente lusa, Jácome abraza la nostalgia y la melancolía para convertir la carta de amor en radiografía económica, en reflexión sobre la identidad y en estudio etnográfico. Las flores como pesadilla de las autoridades, y en última instancia, como símbolo de un mundo salvajemente globalizado, en el que las torpezas del hombre se tapan con intereses tan belicosos como los comerciales o los financieros.

Por último, y desde la Sección Nuevas Resistencias Post 68, volvimos a sentir el impulso de salir a la calle. Allí nos topamos con Los Ingrávidos, un colectivo de artistas mexicanos, ocultos en el anonimato, pero cuya obra existe para dar (y poner) la cara, actitud corroborada en la distribución (todos sus trabajos gozan de libre acceso a través de su canal de Vimeo), pero sobre todo en el tono que refleja y contagia la pantalla. 2 de octubre/Lejos de Tlatelolco e Impresiones para una máquina de luz sonido se saldaron en sendos ejercicios de cine político tan breve como concentrado, y claro, perfecto para que prenda la llama social.

El primer cortometraje hace de un movimiento banal una significativa declaración de intenciones. Tan sencillo como girar una cámara que, en los primeros minutos de recorrido, había estado siguiendo el periplo de un niño buscando un balón por un territorio desolado. Un escenario ruinoso resultante de no se sabe aún si una catástrofe natural o, peor, una calamidad humana. Un páramo que sólo se deja atrás con un giro de ciento ochenta grados por parte del observador. Al otro lado de la destrucción, aguarda el consuelo de una construcción que, milagro, todavía se tiene en pie. Y a los pies de ésta, una cancha deportiva en la que levantarse como individuo y como grupo. El horror de un pasado que no debe ser olvidado, y la esperanza en un futuro que a la fuerza tiene que ser mejor, separados por el movimiento pivotante de un teleobjetivo que habla a través del orden con el que muestra.

El segundo cortometraje demuestra que, en apenas seis minutos, la sangre puede hervir. Ahora el apoyo visual es el de una película bíblica de la edad de oro mexicana; por su parte, el sonoro es el de una voz femenina (estaba escrito) encargada de dejarse las cuerdas vocales en la recitación del poema Los Muertos de María Rivera. Composición lírica desgarradora y, por esto, emocionante. Tanto, que el celuloide se convierte en carne igualmente hecha trizas. Así las cosas, las candelas y los decibelios se empapan del dolor por las víctimas de la guerra contra el narcotráfico. Último grito pues para una jornada que no debía relatarse en voz baja. Últimas puñaladas a una herencia peligrosamente mitificada; raíz de un presente en forma de Estado fallido… y a lo mejor, invitación a un futuro que, por lo visto, aún se puede salvar.