Separado ya de sus compañeros de la cuadrilla de Monty Python y centrado en su carrera como director, Terry Gilliam imaginó un futuro distópico (lo haría de nuevo en la genial 12 monos a partir de Chris Marker), inspirándose en materiales literarios previos como 1984 o El proceso. Un futuro marcado por la burocracia, la alienación de los trabajadores y la distancia entre los seres humanos y sus sentimientos. Con su fantasía desbordante (y en ocasiones desbordada para festejo de sus fans) el director estadounidense creó un mundo irreal que, visto con distancia, cobra aspecto de ser verdadero. O al menos posible. Protagonizada por un funcionario (excelente Jonathan Pryce) que ve cómo el peso del estado cae sobre él por un error, Gilliam aprovecha el tono de fábula para arremeter contra las políticas totalitarias y el abuso de poder en las sociedades contemporáneas. Como siempre en su filmografía, el diseño de producción y la dirección artística acaban fagocitando en parte el peso del mensaje, pero, por otra parte, ofrecen un espectáculo visual inolvidable. Fernando Bernal

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