Endika Rey (San Sebastián)

Una de las primeras líneas de diálogo de Le Cri des gardes, la nueva película de Claire Denis, presenta al personaje de Alboury (Isaach De Bankolé) relatando un sueño en el que un perro intenta asesinarlo y preguntándose «¿Debo luchar o debo huir? Es así como un blanco se imagina la pesadilla de un negro». La película, adaptación de una obra de teatro llamada precisamente Black Battles with Dogs, escrita por el dramaturgo francés Bernard-Marie Koltès, hará de los diálogos una de sus grandes apuestas, pero sorprendentemente esas declamaciones no están interesadas en la argumentación o reflexión, ni en la definición de personajes, ni en la acción o el avance del drama. Allí donde ponen toda su fuerza es en la repetición. Así, la mayor parte de la cinta se resume en un mismo conflicto básico: Alboury se presenta una noche delante de un proyecto de obras públicas en África Occidental y, desde el otro lado de la valla, pide a Horn (Matt Dillon) que le entregue el cuerpo de su hermano, trabajador en la obra que ha muerto ese mismo día. Durante más de cien minutos ambos hombres, uno a cada lado, redundan insistentemente en lo mismo: uno, pacífico, en que no piensa marcharse hasta conseguir el cuerpo; el otro, nervioso, sin querer entregárselo e intentando comprar su marcha. Y es esa repetición la que consigue en parte que toda la cinta se convierta en una especie de purgatorio claustrofóbico ante el cual no hay salida. Existen expresiones a las que los personajes vuelven una y otra vez (Horn, por ejemplo, asegura que la muerte ha sido un «accidente desafortunado» hasta tres veces en un par de minutos), posiciones en las que se reincide (los personajes salen de plano para volver poco después a situarse en el mismo sitio exacto), hay incluso promesas narrativas que nunca llegan a cumplirse (por ejemplo, una cena preparada fuera de campo que nunca acaba por servirse)… Da la impresión de que estamos en un espacio sin tiempo, pero el propio escenario de las obras, en penumbras y casi sin profundidad de campo, también nos lleva a imaginarnos en un tiempo sin espacio.

Pese a estos escasos elementos, Claire Denis consigue crear una película absolutamente tensa, especialmente teniendo en cuenta que la “amenaza” proviene de una persona que no ejerce ningún tipo de violencia. Alboury es casi un espectro, una figura siempre presente pero que ya no se pliega ante el hombre blanco —en ese sentido resulta especialmente significativo que el papel lo interprete Isaach De Bankolé, el Protée de Chocolat (1988), la primera película de Denis—.  Como si se tratase de un moderno Bartleby, la agresividad de Alboury proviene de ese «Preferiría no hacerlo», que responde a los continuos intentos por animarlo a marchar. Es eso precisamente lo que hace que se convierta en el peor tipo de fantasma posible: el personaje expone todo aquello que está mal en los demás sin señalarlo, simplemente haciendo que los otros se vean a sí mismos. A partir de ahí, Le Cri des gardes se convierte casi en una obra existencialista: la película realiza un análisis de la condición humana pero también de la libertad y de la responsabilidad. Esta última es tratada como un acto individual, pero resulta fácil trasladar todo el conflicto dramático de la película a la relación de Occidente (uno aislado, egocéntrico, moribundo) con África en general. Mientras Horn habla de transacciones económicas o asegura que «el trabajo tiene un precio» para justificar la muerte del trabajador, Alboury se queda malogrado e inamovible, en la suavidad de las sombras. No estamos ante el mismo tipo de colonización cultural o social que retrataba Chocolat, pero África sigue intentando ser colonizada, en esta ocasión por el capitalismo.

Más allá de estos dos personajes protagonistas, Le Cri des gardes cuenta con dos secundarios que complejizan el conflicto y enriquecen y multiplican las capas dramáticas de la película. Por un lado, Cal (Tom Blyth) es otro de los trabajadores de la obra y amigo de Horn. Si este último representa la calma, Cal es el caos; si uno es el raciocinio, el otro es un animal; si uno es la negociación, el otro es la violencia; si uno es un constructor, el otro es un demoledor. Ya desde una de las primeras secuencias en que aparece, intentando abrochar un cinturón de seguridad de un coche, vemos a un Cal iracundo e insatisfecho. Es ahí donde más se deja entrever la Claire Denis maestra en la representación de los cuerpos: en el torso y el sudor de un Tom Blyth impresionante, pero también en los claros apuntes homoeróticos (resulta casi un gag la predilección del personaje por el “Can’t Get You Out Of My Head” de Kylie Minogue) de un personaje para el que la brutalidad y el sexo («Todo lo que viene de las entrañas de la tierra me pone cachondo» asegura en un instante) es la única salida a su frustración. 

El segundo personaje es el de Leonie (Mia McKenna-Bruce), la recién llegada esposa de Horn. A partir del «encierro» del personaje en esas obras públicas que parecen una prisión, una generación naíf e ingenua entra en la propuesta (nada más llegar afirma que su maleta tiene el olor a Europa y que «me va a costar airear toda esta ropa»). Es en ese personaje donde entra en juego una cierta esperanza en la película y, no en vano, es el único que se presenta de día. Sin embargo, ese optimismo no tiene tanto que ver con una posible mirada hacia el futuro de las relaciones entre Europa y África, sino que se presenta como una excepción. Leonie será el único personaje que hable con Alboury desde el otro lado de la valla, pero, no por casualidad, Mia McKenna-Bruce es una actriz muy joven y de una estatura muy pequeña, y su figura no dejará de ser la de un testigo arrinconado en el plano, casi invisible ante la atrocidad. En ese sentido, da la impresión de que Le Cri des gardes finalmente opta por alejarse de los conflictos geopolíticos y centrarse en la humanidad y en las relaciones que se establecen entre clases y entre hombrías. Eso hace que, aunque se trate de una cinta ardua, penetrante y angustiante, también acabe resultando sobrecogedora. No es un escenario ni una película en la que apetezca vivir, pero resulta tan doloroso como conmovedor el modo en que finalmente Claire Denis ata los destinos de hombres, uno blanco y uno negro, aunque sea en sus pesadillas.