Manu Yáñez

La esquiva y fascinante The Host –primer largometraje de la directora, guionista y video-artista británica Miranda Pennell– arranca con una breve píldora de agit prop intertitulado (a la Travis Wilkerson): primero, una crónica en siete puntos de la avaricia petrolífera que marcó la presencia occidental en Irán a lo largo del siglo XX; y segundo, los ecos sonoros, sobre la pantalla en negro, de una protesta en la que el pueblo iraní clama en la calles contra el colonialismo. Un poderoso prólogo que, pese a su contundencia ideológica, hace gala de la pausa que marcará el conjunto de la película, una actitud meditativa que cuaja en la segunda y deslumbrante secuencia del film, en la que unas fotografías aéreas de un paisaje rocoso –metalizado por el blanco y negro– se intercalan con unas cartas geológicas que cartografían el territorio mediante sinuosas líneas (en su currículum, consta que Pennell estudió “antropología visual”, lo que podría explicar que su película guarde ciertos paralelismos con Nostalgia de la luz de Patricio Guzmán). Aquí encontramos una provechosa dialéctica inicial: la materia terrosa de las fotos contra la abstracción curvilínea de los mapas; dos extremos sobre los que Pennell cimenta su trabajo personal, político y poético en torno a las heridas del colonialismo.

La dimensión personal de The Host responde a su raíz autobiográfica y a su investigación familiar: Pennell reconstruye su infancia en Irán, acompañando a su padre, un alto ejecutivo de la compañía petrolífera Anglo-Iranian Oil, luego conocida como British Petroleum, o BP. Tras la muerte de sus padres, Pennell rastrea su pasado en los archivos fotográficos de BP y a través de los testimonios de viejos amigos de sus padres. En este punto, la película no oculta un principio de incertidumbre: a través de su voz en off –tan firme como subterráneamente emotiva–, Pennell reconoce que no sabe muy bien qué es lo que está buscando. Lo que parece incuestionable es que encuentra algo que trasciende todo academicismo historicista. “El tiempo no es cronológico”, se afirma en un determinado momento, algo que la película demuestra de varios modos: cuando, en una vieja fotografía, un grupo de operarios iraníes, que trabajan en condiciones inhumanas, miran a cámara, la directora (y el espectador) se siente interpelada en presente. Más adelante, a la lectura de unos viejos e insultantes textos en los que un autor británico demuestra la incapacidad de los colonos (europeos) para reconocer la humanidad de los nativos (iraníes), les sigue la súbita y explosiva aparición del color en la película, un gesto que arranca aquellos textos de las arenas del pasado. Unos estallidos cromáticos que hacen pensar en los artificios del cine proanarquista y anticolonialista del japonés Koji Wakamatsu, y que nos recuerdan, sobre todo, que el colonialismo no está enterrado en el pasado.

“El tiempo no es cronológico”. Podría ser un lema de T.S. Eliot, o quizá mejor: en una película compuesta por fotografías en blanco y negro, un homenaje a La Jetée de Chris Marker. La monocromía otorga al conjunto de las imágenes una fuerte cohesión plástica, algo que refuerza el parecido extremo que Pennell encuentra entre algunas fotografías antiguas y algunos dibujos fotorrealistas, lo que pone sobre la mesa la fragilidad de lo que conocemos como “Historia” y “realidad”. Descubrimos lo fácil que resulta tergiversar la primera, y lo sencillo que parece encubrir la segunda. Sembrada la duda, el espectador de The Host pronto se descubre avasallado por los interrogantes: ¿son “reales” las viejas e idílicas fotos de una próspera familia iraní o se trata de una puesta en escena orquestada por la compañía petrolífera? ¿Podemos fiarnos de unas felices postales familiares cuando su protagonista, la propia Pennell, nos descubre que, a pocos quilómetros de aquel paraíso hogareño, la policía cargaba brutalmente contra unos manifestantes iraníes que clamaban contra el opresor exterior? Preguntas que terminan conformando el núcleo conceptual de esta película que descubre en un conjunto de imágenes fijas la fuerza para poner en movimiento dos historias: una íntima y personal, y otra protagonizada por dos pueblos, dos naciones, dos mundos trágicamente empeñados en no comprenderse.