Hace diez años, la carrera como actor de Brad Pitt vivió un punto de inflexión. Tras protagonizar la excelente El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (y Babel, en menor medida), de algún modo, Pitt asesinó al mito de su propia figura en la pantalla. Aquellos años nos trajeron a un Pitt mucho más dispuesto al riesgo o, como mínimo, al juego, y películas como Quemar después de leer, Malditos bastardos o El árbol de la vida demostraron que el actor podía desaparecer cómo y en quién quisiera. Poco después saltarían las alarmas ante una de los primeros desequilibrios de esta nueva etapa: pese a conseguir una nominación al Oscar por el papel, Moneyball abusaba de un Pitt reiterativo que construía su personaje más a base de subrayados que de indicaciones. El actor se relajó mediante pequeños personajes hechos a su medida en cintas de prestigio como 12 años de esclavitud o La gran apuesta, donde Pitt caía en un nuevo tic: ponerse una máscara por encima del rostro.

Ya con un rol primordial como productor de películas adultas con temas “importantes” (los citados ejemplos de Terrence Malick o Steve McQueen, pero también Selma o Moonlight), Pitt produce y protagoniza War Machine, que Netflix ha lanzado directamente en su plataforma. Estamos ante un cambio de paradigma: una película protagonizada por una súper estrella y con un presupuesto de 60 millones de dólares que no ha llegado a estrenarse en salas comerciales. En estas condiciones, War Machine emprende un viaje a la guerra en Afganistán, con un tono menos bélico que burlesco, y Pitt interpreta aquí al general Glen McMahon, un hombre recto, a la espera de un gran triunfo militar, que se encuentra con una guerra imposible de ganar e incluso de entender. Si bien la premisa es prometedora, e incluso el hecho de abordar un conflicto semejante desde una perspectiva jocosa resulta enormemente seductora, la forma en que Pitt habla, observa, gestualiza, se mueve y abusa de un mentón caricaturesco vuelve a estar siempre por encima del personaje. En este sentido, cuando la cinta, por ejemplo, insiste en mostrarnos a McMahon saliendo a correr todas las mañanas lo importante no es tanto mostrar la disciplina o rutina en que éste vive inmerso, sino ilustrar a un actor que siente la necesidad de interpretar. Pitt no corre como un general, sino como una parodia del mismo que necesita hacer las cosas distintas —andando de manera patizamba y casi ridiculizando la acción— para destacar. El tono de su interpretación está en una película distinta, pero lo cierto es que la propia película tampoco sabe en general donde se encuentra.

No se trata de criticar una obra por el tono empleado. Existen múltiples antecedentes de sátiras políticas e hipérboles en territorio hostil que funcionan como una bomba de relojería: desde el Strangelove de Kubrick al M*A*S*H* de Altman, pasando por toda la obra de Armando Iannucci, la guerra y la política pueden y deben ser un escenario de escarnio pese a quien pese. El problema tanto de War machine como de Pitt es que ambos pretenden hacer comedia basada en hechos o personas reales, y nunca llegan a encontrar un punto medio entre esas dos posiciones opuestas. De algún modo da la sensación de que War machine nunca ha determinado cuáles son las reglas de su propio juego, y así le resulta imposible ganar ningún tipo de partida por mucho que lo intente.

Todos los soldados con un papel de reparto, por ejemplo, están descritos con una única característica psicológica: más que ante personajes secundarios nos encontramos ante roles esquemáticos de una realidad que existe pero que somos incapaces de atisbar entre las líneas. Incluso el personaje encargado de la voz en off y de explicar toda la trama (en cursiva, negrita y mayúsculas) no se presentará hasta mitad de película, y, cuando lo haga, su identidad no aportará nada a la lectura porque su entidad depende del texto, y no al revés. Existen instantes donde la coyuntura actual sí permite un cierto interés en la cinta ya que estamos ante una película que critica a Barack Obama pero que claramente nunca esperó un desenlace como el de las pasadas elecciones norteamericanas. Ese jugar y perder sobre seguro tiene un indudable interés histórico: la propuesta de sátira de la cinta ha quedado ampliamente superada por la realidad. Pero en cualquier caso, no se trata tanto de un mérito propio como de una jugosa lectura externa a la escritura de sus creadores.

War Machine resulta un puzzle que no forma ninguna imagen completa, pero sorprendentemente, a mitad de película, por fin aparece una pieza que de por sí tiene ya más valor que todo ese conjunto imposible de montar: el pelotón de McMahon viaja a París para convencer a diversos países europeos de la necesidad de ampliar las tropas en Afganistan y lo que se intuía como una subtrama únicamente interesada en ampliar la zona de guerra a los despachos y galas oficiales, se ve súbitamente interrumpida por la aparición de un personaje que sí que tiene luz propia. Meg Tilly, que interpreta a la esposa del personaje de Pitt, irrumpe y destruye con toda la imagen previa que se había construido del general. El timing de su interpretación conjunta se ralentiza y, ambos son, de repente, dos viejos adolescentes que desconocen lo que es la vida porque se han pasado esperando treinta años. Es ahí donde da la sensación de que las decisiones del director han sido las correctas: un amable pero tímido abrazo, una conversación de aniversario repleta de miedos ocultos o una ciudad que nunca llegarán a ver sugieren más que todo el resto de la cinta. Curiosamente, algo similar pasaba en Animal Kingdom, la ópera prima de Michôd donde cada aparición de Jacki Weaver salvaba una función devorada por los lobos. En esos instantes War Machine se convierte en el reverso apasionante de sí misma: en una película que no se ríe del fracaso, sino que lo advierte a lo lejos con una profunda melancolía.

El paréntesis dura poco. Pronto volvemos a un territorio donde será de nuevo otra mujer, Tilda Swinton en un breve cameo, la única que abrace el retrato de su protagonista más allá de los límites marcados. En este caso, la aparición de la actriz británica resulta excesivamente discursiva, explicitando todos los dilemas del personaje, pero al menos en esta ocasión esa voz externa sí sirve para comprender a un personaje al que Pitt no nos ha permitido acercarnos en el resto del metraje. Una vez superamos el clímax y llegamos a la parte final de la cinta, entendemos por fin el gran objetivo de la misma: dar a entender la circularidad de la guerra y lo imposible de la victoria. War machine termina y, desgraciadamente, la maquinaria nos deja en el mismo punto que antes de comenzar a verla.

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