Manu Yáñez (Festival Zinebi)

¿Qué tienen en común un viejo pescador de Texas, los trabajadores de los pozos petrolíferos de Dakota del Norte, unos neo-hippies de Virginia, unas mujeres encarceladas en Oregon y una burguesa de California? Si atendemos a lo que sugiere Austin Lynch, hijo de David, en su ópera prima, Gray House, todos estos personajes habitarían los márgenes de una sociedad, la estadounidense, que ha perdido su centro. En la América que presentan Lynch Jr. y su director de fotografía, Matthew Booth, las grandes urbes brillan por su ausencia, como ocurre con la noción de colectividad. Por su parte, los protagonistas viven en un estado de soledad crónica: voluntaria –como los mineros que expresan un total desinterés por hacer amigos o por la vida familiar– o forzada, como en el caso de las mujeres condenadas a cadena perpetua. Estas existencias estancadas en el espacio y el tiempo dan luz a una película de vocación hipnótica, tono elegíaco y constitución esquiva: lo único realmente fijo de la película son la mayoría de sus planos.

Gray House se presenta como una obra híbrida en varios sentidos, el más llamativo de los cuales es el modo en que imbrica documental y ficción. Del lado de lo ficcional, en el primer capítulo del film, el mítico actor Denis Lavant emplea su conocida mirada perdida –una mirada que ha tensionado películas como Beau Travail de Claire Denis o Holy Motors de Leos Carax– para encarnar la estoica existencia de un pescador solitario; en el tercer episodio, la joven actriz Dianna Molzan retoza en un lago, entregada a un trance naturalista primo hermano del baño de Blissfully Yours de Apichatpong Weerasethakul; y en el quinto episodio, la veterana actriz francesa Aurore Clément se convierte en heredera de las divas melancólicas del cine de Michelangelo Antonioni. Mientras, del lado de lo documental, los dos episodios pares tienen como protagonistas a verdaderos operarios petrolíferos y a verdaderas presidiarias. Hace más de un lustro que los intercambios entre documental y ficción no representan ya casi ninguna trasgresión; sin embargo, Lynch abraza esta promiscuidad expresiva con suma naturalidad, favoreciendo la cohesión del conjunto bajo el paraguas de la desafección respecto al orden social: la “normalidad” permanece en estricto fuera de campo.

Otra hibridación que late en el corazón de Gray House es la convivencia entre lo poético y lo didáctico. Por un lado, para consolidar su discurso acerca de la alienación del individuo, la película explora una cierta poética del vacío, que alcanza su cénit en los episodios documentales: las monumentales estampas de la maquinaria petrolífera, depurada de todo rastro humano, recuerdan al trabajo realizado por el español Mauro Herce en su documental post-industrial Dead Slow Ahead –con el que Gray House también comparte una banda sonora de zumbidos atmosféricos… muy lynchianos–. Una estrategia de vaciado que se repite en el retrato de las estancias y pasillos de la cárcel de Oregon, lo que termina de subrayar el interrogante que subyace en el conjunto del film: ¿qué lugar queda para lo humano en este mundo tan hostil? Más que buscar o construir la posibilidad de una alternativa, la película certifica la conversión de lo humano en puro residuo del capitalismo: incluso la impoluta casa de la mujer adinerada tiene un desván lleno de trastos oxidados. Para sostener este  discurso, a Lynch y Booth les habría bastado con trabajar un registro observacional, pero deciden incluir entrevistas con las personas reales que pueblan la película: unas entrevistas que, en ocasiones, resultan demasiado explícitas y algo innecesarias, pero que otras veces, como ocurre sobre todo con las presidiarias, contienen un fulgor trágico, y al mismo tiempo lleno de dignidad, que dota a la película de una vibrante humanidad.

Gray House dista de ser una película equilibrada, mesurada, perfecta. Sus mayores pecados radican en el ámbito del esteticismo y de la vanidad autoral: por ejemplo, la forma que tiene el film de recrearse en la belleza turbadora de los paisajes naturales epata de un modo un tanto gratuito, y no todas las estrategias para el extrañamiento funcionan igual de bien (el embriagante trabajo sonoro es mucho más efectivo que los esporádicos y chillones travellings fantasmagóricos). Sin embargo, la película termina imponiéndose como una obra audaz y coherente en la composición de su lamento antisocial. Pese a que el film juguetea temerariamente con la impostura esteticista, se acaba consagrando como una obra comprometida con la gente que huye, con la gente que no tiene lugar, con el final (¿deseado?) de un sueño.