(Imagen de cabecera: “Insect” de Jan Svankmajer)

Víctor Esquirol (Festival de Las Palmas)

Abro los ojos y despierto del sueño en el que estaba sumido. Me encontraba en un lugar lejano y extraño. En él sucedían cosas aún más extrañas. Desconcertantes, inquietantes, y quizás por todo esto, fascinantes. Una sucesión de situaciones que proponían reflexiones y despertaban sensaciones que difícilmente pueden surgir de las trincheras de la cotidianidad. Ayer estaba en las Palmas de Gran Canaria y hoy en Barcelona. Del festival de cine a la gris rutina, por corte en la sala de montaje. Cuando me doy cuenta, el ritmo isleño se ha disuelto. Donde antes había calma, ahora hay ajetreo. Donde antes había rumor de olas, ahora hay, simplemente, ruido. Un zumbido violento, desagradable. Un viento huracanado creado por las alas de millones de seres que se amontonan creando un desagradable monumento a la más lamentable de las existencias.

En la gran ciudad, impera la ley de los horarios. La del cronómetro. Los habitantes de tan hostil laberinto transitan por sus caminos con la convicción que solo puede otorgar el instinto más potente (y peligroso) de todos: la supervivencia. Está claro, no somos humanos; somos insectos. Lo afirmó en su día Franz Kafka, lo confirmó a posteriori Karel Capek y lo oficializa, ahora, otro compatriota. Jan Svankmajer presentó, en la Sección Oficial del Festival de Las Palmas, Insect, su nuevo y esperado largometraje, una irregular pero siempre interesante operación quirúrgica, llevada a cabo sin miedo a automutilarse con el bisturí.

Una serie de persona(je)s abandonan sus respectivos hogares y/o puestos de trabajo para reunirse o conjurarse en la consecución de un objetivo común: la representación de una obra. Resulta que son una compañía teatral, es decir, un organismo jerarquizado que, a través de la suma de esfuerzos individuales, conquista metas que sólo pueden alcanzarse con la fuerza colectiva. Un activo que, en realidad, es otra cima. A veces, por lo visto, inalcanzable. Desesperado por la falta de energía, inspiración y talento de sus actores, el director a cargo de la banda grita e insulta. Se ve a sí mismo como un titiritero inútil, y claro, no quiere dejar títere con cabeza. La reacción se salda en un estallido casi homicida. Una tormenta destructiva que, irónicamente, se invoca para crear.

Solo que esta creación es en realidad una deformación, o para emplear la jerga al uso, una “metamorfosis”. Una reinterpretación de un texto de imposible ensamblaje. A saber, en una esquina tenemos el pesimismo inapropiado (pero comprensible) de los hermanos Capek. En la otra, el fatalismo desesperado (ídem) de la mayor creación shakespeariana, El Rey Lear. Un origen duplicado de otra tempestad: la de dos artes escénicas que chocan. De repente, alguien ladra “¡Corten!”, y queda claro (ahora sí), que cine y teatro comparten set y escenario. El encolerizado energúmeno de antes deja paso a un hombre mucho más calmado; mucho más en control de la situación. El mismísimo Svankmajer se manifiesta en la pantalla, mirándonos fijamente, sin prestar atención a toda la parafernalia fílmica que revolotea a su alrededor. Él, ajeno a este caos, intenta explicarnos lo que estamos viendo. Nos dirige mientras dirige, mientras comanda un equipo que intenta filmar a una tropa que intenta dar vida (y sentido) a un popurrí teatral. Marco meta-artístico que se justifica especialmente en las formas. Insect existe porque Svankmajer quiere (pero sobre todo puede) hacerla. El cineasta checo se divierte confeccionando el making off de otro making off, enfrentando disciplinas y formatos artísticos (suena de fondo El vuelo del moscardón de Rimski-Kórsakov) pero al mismo tiempo reconciliándolos en el proceso de parto, marcado éste por frustraciones y alegrías compartidas.

El bicho (tan desagradable como el humano) como catalizador de filias y fobias. Svankmajer como maestro artesano del disfraz, de una transformación que en realidad es reflejo claro de la imagen original. Para rematar, la autoconciencia como último eslabón posible en la escala evolutiva. Insect confirma, en última instancia, el estado de gracia formal de un cineasta al que sólo le quedaba radiografiar su propio cine, diseccionar su lenguaje para reforzar su sentido. La stop-motion, la predilección por el plano detalle y el amor por los efectos especiales clásicos pasan por el filtro explicativo de unos audio-comentarios de lujo, orquestados por otra actitud inconfundible: la abundancia de unos cortes que, en vez de entorpecer la narración, le dan más fluidez y, aún más importante, nitidez. “Cada vez que interrumpo una escena, hago magia”, dice el mago, “porque a continuación, podemos estar en cualquier otro sitio; en cualquieras otras circunstancias”. La aparatosidad del séptimo arte se descubre como armoniosa, embustera, pero a la vez fiel reconstrucción de ese absurdo vital que algún día, cuando menos lo esperemos, nos aplastará como los insectos que somos.

Cuando íbamos a aplaudir, alguien gritó “¡Corten!” de nuevo, y tal como anticipó el animador, nos vimos a nosotros mismos en otro lugar. En un espacio reducido y súper-poblado de detalles reveladores y de gente. En una habitación minúscula en la que todo el mundo nos miraba con mucha atención, evidenciando así el interés y terror que despertaba nuestra presencia ahí. Así empieza The Widowed Witch, de Cai Chengjie, peculiar y a ratos muy inspirado fresco social de la China rural, un escenario actual anclado en las tradiciones y los miedos de antaño. Dicha tesitura es usada aquí para alentar un fantastique atípico, que entra en escena de forma brusca (y muy cómica), pero que es rápidamente aceptado por los personajes que lo sufren.

Una mujer enviuda por tercera vez, tragedia por triplicado que sirve a los habitantes de su aldea para construir una leyenda negra a su alrededor. Al poco rato, un relato ha llevado a una teoría, y ésta a la convicción de que la chica posee poderes… y por ende, responsabilidades. “Un héroe es producto de su tiempo, y viceversa”, proclama un supuesto entendido en la materia, y a partir de aquí, la película se aplica la lección. Chengjie (con)funde espacios y épocas para dar con un western en el que una furgoneta conducida por una bruja desarrolla las funciones de carreta repleta de elixires milagrosos. La curandera protagonista se enfrenta a maldiciones, fantasmas y enfermedades tan poderosas como la convicción de quien las invoca. Lo sobrenatural perpetra así una invasión absoluta: en la pantalla, a través del artificio fílmico (imágenes invertidas, tiempo congelado, blanco y negro roto por destellos cromáticos, apariciones y desapariciones que sólo pueden entenderse a través del diálogo entre plano y contra-plano), y después, a través de la predisposición a creer del colectivo retratado. Una sociedad cuya gestión de los mecanismos de poder (o autoridad) es tan aterrador en la corta distancia como cómico en la larga.

El último corte nos llevó a otro sitio inesperado. Un campamento de gitanos en Italia. Un descampado en el que una familia de árbol genealógico con ramas muy enredadas ha hecho de la supervivencia su único modo de entender el día a día. A Ciambra es el nuevo largometraje de Jonas Carpigniano, una película que en realidad es una máquina de movimiento perpetuo. En otras palabras, una cinta de acción pura, pues sus personajes (y su protagonista en especial) se mueven sin parar… como si les fuera a vida en ello. Y así es.

Entre italianos, policías y africanos (todos elementos extranjeros con respecto al mundo retratado), se gestionan los trapicheos que van a permitir llegar a la mañana siguiente. Esto es, pagar in extremis una multa, esquivar la cárcel o librarse, también por los pelos, de una paliza mortal. Carpigniano retrata un mundo de extremos, que no conoce medias tintas. A nivel formal, la película se comporta igual. Entre primerísimos primeros planos y tomas generales (sin distancia intermedia posible), la cámara fuerza un dinamismo extremo que acaba por destruir la lógica temporal. Parpadeamos, y han pasado horas. Todo esto para hablarnos de un colectivo añorado de la idea de un pasado mejor, pero auto-forzado a avanzar sin mirar atrás, en permanente y angustiada huida hacia ninguna parte. Si acaso, hacia una salvación a corto plazo, hacia una bocanada de aire más, que permita otro paso, y otra finta… En definitiva, hacia otra prórroga agónica. Jonas Carpigniano, lúcido en la confusión de la preadolescencia, firma un coming of age brillante en la ejecución y devastador en la promesa envenenada de la edad adulta.

No hay futuro. No hay esperanza. Se acabó el sueño. Último corte. Svankmajer vuelve a mirarme. “Te lo dije”. En efecto.