Manu Yáñez (Festival de Cannes)

Pese al salto a una escala mayor y a una narrativa coral, Pájaros de verano puede verse como una prolongación de algunas de las preocupaciones que se manifestaban en El abrazo de la serpiente, el anterior trabajo del colombiano Ciro Guerra, que cuenta para su nuevo film con la codirección de Cristina Gallego, productora de sus obras precedentes. Continúa el interés por los peligros del encuentro entre las culturas indígenas de Latinoamérica y el mundo occidental; pervive la atención a los rituales que definen la tradición de estos pueblos indígenas. En este caso, Guerra y Gallego vuelven a recurrir a la Historia colombiana, pero en lugar de remontarse a la primera y cuarta décadas del siglo XX, se centran en el periodo que va de 1960 hasta 1980, y que en gran medida puede verse como la fase embrionaria del universo que ha romantizado la serie Narcos. Aquí los protagonistas son miembros de las comunidades indígenas Wayuu y Alijunas, que se verán arrastrados a adaptar su modo de vida, marcado por el pequeño comercio, a la avaricia capitalista, encarnada en las formas más salvajes del narcotráfico.

El espléndido arranque de Pájaros de verano remite a la memorable Tabú, la película que codirigieron en 1931 F.W. Murnau y Robert Flaherty, en la que primero se retrataban, en clave edénica, los rituales sensuales y exuberantes de una comunidad indígena, para luego derivar en un proceso de corrupción moral inducido por la influencia occidental. Haciendo gala de un estilizado preciosismo, heredero del paisajismo de El abrazo de la serpiente (aquí en ardiente multicolor), Pájaros de verano se acerca al universo indígena renegando del naturalismo y situándose a un paso del puro onirismo (hay en la película ecos del realismo mágico). Los talismanes familiares y las cuantiosas dotes matrimoniales conviven con los sueños premonitorios de las mujeres, verdaderas líderes de una sociedad de corte matriarcal.

La presencia occidental llega de la mano de un “cuerpo de paz” yanqui: un grupo de hippies enviados a tierras colombianas para denuncias las miserias del capitalismo. Una manera pintoresca, verídica y también bastante evidente de apuntar al germen del capitalismo. Un virus ideológico que trastocará la relación de los indígenas con sus propias leyes y creencias, que determinan, por ejemplo, que no pueden tocar el cadáver de un hombre asesinado o que deben comunicarse con las otras tribus a través de algún miembro de una estirpe de “mensajeros”. Costumbres que se irán viendo abolidas por, primero, la sed de riqueza, y luego, el ansia de venganza. Fuerzas diabólicas que la película entretejerá acudiendo, esencialmente, a referentes procedentes del New American Cinema que floreció en los años 70. Resulta tentador pensar en la saga de El padrino y en el cine de Martin Scorsese como la inspiración para las relaciones de amistad y familiares que presenta Pájaros de verano: hasta en dos ocasiones la película juega con la idea del hombre responsable arruinado por sus díscolos y dependientes aliados (figuras próximas al Robert De Niro de Malas Calles, al John Cazale de la saga de Francis Ford Coppola, o al Joe Pesci de Uno de los nuestros o Casino).

No cabe duda de que los directores de Pájaros de verano aspiran a heredar el talento de Scorsese para la disección, en clave microscópica, del modo en que una subcultura (italoamericana, gangteril o indígena) puede quedar atrapada en un cambio de paradigma global (el capitalismo). El problema, en cierto sentido, es que la película termina decantándose por el modelo dominante de cine de entretenimiento, mientras que su vertiente más reflexiva –con la que podría plantear una alternativa al mainstream– va perdiendo fuelle a medida que se despliega su espectacular trama.