Manu Yáñez (Festival de Gijón)

Más allá de sus juegos cinéfilos, su habilidoso manejo de la cultura pop y su dominio de una dramaturgia de la confrontación (sus duelos dialogados son música para los oídos), conviene pensar la obra de Joel Potrykus en términos eminentemente políticos. Ningún otro cineasta norteamericano contemporáneo demuestra tanto interés por el retrato de figuras marginales, criaturas que, consumidas por la nada cotidiana (quintaesencia de la sociedad de consumo), se embarcan en extrañas odiseas trágicas: la desarticulación anarquista del orden financiero en Buzzard, la invocación del diablo en The Alchemist Cookbook y, ahora, en Relaxer, la consecución de la trascendencia a través de la superación del nivel máximo conocido del videojuego Pac-Man. La misión puede parecer ridícula, pero el camino está lleno de trampas muy serias. Abbie (¿Abel?), nuestro héroe, perennemente sentado en el sofá de un cochambroso apartamento de Michigan, decide someterse a los retos abusivos de su hermano Cam (¿Caín?). Tras un primer reto consistente en beber incontables biberones de leche agria –lo que establecerá un patrón de fisicidad escatológica en la película–, Abbie se compromete a no levantarse de su sillón hasta superar el nivel 256 de Pac-Man. Quedan pocos meses para la llegada del año 2000 –Relaxer merecería titularse 2001: Una odisea anarco-gamer– y el objetivo de Abbie parece irrealizable, pero como repite más de una vez el protagonista, él no es un quitter, él no es de esos que abandonan.

Como ocurría con los antihéroes de Buzzard y The Alchemist Cookbook, la figura a la que remite de manera más clara el Abbie de Relaxer (un Joshua Burge en la cima de su slackerismo angustiado) es la de Sísifo, tanto en su figuración mitológica –castigado por los dioses por su extraordinaria astucia– como en el rol que le otorgó Albert Camus: portavoz tanto de una filosofía del absurdo como del poder inquebrantable de la voluntad humana. Construida como una respuesta amarga y mendicante a las comedias hang out de los años 90, con Kevin Smith a la cabeza, Relaxer deviene un objeto puramente existencialista: no parece casualidad que “la náusea” sirva de principal aliño narrativo del prólogo del film, más aun cuando la sombra de la pederastia –que ocupaba un rol relevante en la trama de la célebre novela de Jean-Paul Sartre– implosiona en uno de los tentáculos de la película.

Avasallando al espectador con su comicidad de tintes surrealistas y su argot barriobajero, Relaxer entrecruza las referencias pop más coyunturales, circa 1999 –los protagonistas citan diálogos de Jerry Maguire o Desafío total–, y un repertorio endiablado de posibles vínculos literarios. El autoencierro al que se somete Abbie parece una versión al límite de la parodia de La metamorfosis de Kafka, punteada por un reductio ad absurdum de las pulsiones del capitalismo: la conquista del éxito, el miedo al fracaso, el individualismo como refugio autodestructivo… (una sublimación patética del espíritu macgyveriano de supervivencia que permite a Potrykus homenajear a La quimera del oro de Chaplin, después del guiño a Tiempos modernos que coronaba Buzzard). Luego, la irrupción de un cuervo en el cuchitril de Abbie revela súbitamente que el trabajo con lo siniestro de Potrykus, así como un tratamiento formal que tiende hacia extrañas formas de subjetivismo, hunde sus raíces en el imaginario de Edgar Allan Poe. Y, por último, también se asoman a la función los ecos de Los duelistas de Joseph Conrad –con su disección del enquistamiento del honor y el enfrentamiento entre hombres–, y por supuesto el trabajo de Samuel Beckett con su teatro del absurdo. Desde su atalaya incorruptible, olvidado injustamente por los grandes festivales, el director de Ape disecciona nuestro presente mediante viajes al fondo de la alienación moderna, punteados por memorables tête à tête que nos invitan a congelar la carcajada cuando reconocemos la desesperación a la que nos conduce, irremisiblemente, el vacío moral de nuestro tiempo.

Una de las grandes películas de la cosecha de 2018, Relaxer solidifica el discurso pop-filosófico de su autor, al tiempo que lo amplía gracias a su ambición formal: el uso de la partitura de Prokofiev para Alexander Nevsky, combinada con la banda sonora de Neon Indian, supone un hito atmosférico en la obra de Potrykus. Para este crítico, hay pocas experiencias más gozosas y espeluznantes que habitar el universo del cineasta de Michigan: reencontrar, en Relaxer, a Amari Cheatom en la piel de Cortez (el amigo cabrón del protagonista de The Alchemist Cookbook) da cuenta de la dimensión familiar de un cine que, lejos de las factorías industriales del cine americano, avista con una lucidez extraordinaria, se diría que oracular, el precipicio al que parecemos abocados. Un abismo conjugado a la estela del David Cronenberg de Scanners y alumbrado por esa fe pasoliniana en la resistencia de los desheredados; un abismo de orfandad y miseria del que solo parece poder salvarnos una fe absurda en nuestras utopías íntimas.