Desde sus primeros compases, el segundo largometraje del israelí Navad Lapid nos propone una inmersión en lo real cargada de un profundo extrañamiento. El director de Policía en Israel otea el mundo como un espectro inquieto, hallando detalles expresivos en lugares inesperados: las idas y venidas de una pareja por el interior de su casa se convierten en una singular coreografía de deseos y costumbres; de repente, un hombre golpea la cámara con el hombro; más adelante, un largo travelling por el interior de un patio de parvulario –con la cámara a la altura de los niños–, se convierte en una montaña rusa de emociones, nostalgia y misterio. Y es que La profesora de parvulario nos acerca a dos de los grandes enigmas de la experiencia humana: la infancia y el gesto poético.

La premisa del film es simple y sorprendente; el desarrollo de la trama, complejo y laberíntico. Esta es la historia de una maestra, Nira (magnética Sarit Larry) cuyos enormes esfuerzos por escribir poesía se ven desarmados por los espontáneos arrebatos líricos que experimenta uno de sus alumnos de 5 años, Yoav (Avi Shnaidman). La magia impenetrable de los poemas que recita Yoav –versos que escribió de niño el propio Lapid– contrasta de forma perturbadora con postales cotidianas del Israel actual: la clase de parvulario canta a los héroes de la patria en un tétrico ejercicio de adoctrinamiento; encontramos parecidos entre los lemas políticos y los cánticos de los ultras del fútbol; en un giro escabroso de la trama, la maestra choca con la brutal indiferencia de un padre que no quiere ver a su hijo contaminado por la pulsión artística.

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¿Cuán difícil es ser un poeta en el mundo actual? Esa es la crucial pregunta a la que intenta dar respuesta la deslumbrante La profesora de parvulario. La película rinde tributo a la maravilla de la creación artística, encarnada en la angelical figura del niño-poeta, una presencia que genera incomodidad en su entorno. Por su parte, la maestra se erige en un símbolo del desconcierto: en su acercamiento a la pureza del arte, se rinde a la fuerza del deseo y despierta a una forma de compromiso personal que bordea la locura, mientras su vida cotidiana sigue golpeada por la monotonía de la sociedad de consumo y por los ecos de un Israel militarizado.

Lapid observa este desaguisado como si fuera un extraterrestre asombrado: fascinado por la grandeza del arte y disgustado por el cúmulo de banalidad que se amontona en nuestro mundo. Su cámara siempre encuentra una perspectiva no ortodoxa de la acción y consigue amplificar expresivamente el vaivén emocional de la protagonista. Además, el trabajo con el sonido subraya el extrañamiento que provocan las imágenes: la voz de Yoav resuena con una fuerza sobrenatural, mientras los sonidos de la urbe se convierte en agresiones sonoras. Con este sofisticado planteamiento audiovisual, el director de Policía en Israel nos propone una tarea sugerente e inquietante: desaprender lo que hay de sobrante en nuestro mundo para luego reconectar con una cierta belleza esencial.