Víctor Esquirol (Festival de Locarno)

Nada mejor que el agotamiento al que empuja un festival (y desde luego, en este sentido, pocos festivales hay mejores que el de Locarno) para relacionarse con el cine con los ojos cerrados, la boca abierta y la respiración a ritmo lento y profundidad cavernaria. Si las películas y los sueños forman parte del mismo ciclo creativo, entonces es lógica la existencia de obras que contemplen (incluso que conspiren para) llevar a su audiencia a ese estado de semi-inconsciencia en el que los estímulos que nos rodean se amortiguan, se magnifican y, en definitiva, adquieren una nueva dimensión, un nuevo sentido. En los últimos años, sin ir demasiado lejos, han sido célebres los ronquidos colectivos con los que la sala Debussy de Cannes recibió la puesta de largo de (y estableció una comunión total con) Cemetery of Splendour de Apichatpong Weerasethakul y Largo viaje hacia la noche de Bi Gan. En el primer caso, el cineasta tailandés componía un film sobre gente durmiendo; en el segundo, el protagonista de la historia se movía (en plano secuencia) entre el presente y el pasado, entre lo real y lo onírico, después de echarse una siesta en una sala de cine.

En estas que aparece Helena Wittmann, de quien dentro de la autoría moderna (y con el permiso del Albert Serra de Pacifiction y el Viktor Kossakovsky de Aquarela) seguramente pueda decirse que ha sido la artista que mejor ha filmado el mar. Conviene recordar el antecedente más conocido de esta directora alemana: la odisea marítima de Drift. Pues bien, en su segundo largometraje, Human Flowers of Flesh (un título cuyo orden de palabras pide ser subvertido), el objetivo parece el mismo. De nuevo, un barco y un tránsito. Arrancamos desde Marsella para llegar a Sidi Bel Abbes, en Argelia; y, por el camino, un espacio, una experiencia, un tiempo. Un tiempo aletargado, ajeno a las frenéticas corrientes de la contemporaneidad. En el film, un grupo de cinco personas recorre un camino que bordea una costa escarpada. Caminan, y se detienen a otear el horizonte, o a contemplar el cautivador espectáculo de una araña envolviendo a su próxima cena, o simplemente a sentir cómo el Sol calienta su piel. Lo que a nivel narrativo podría haberse resuelto con un par de cortes de montaje, aquí se prolonga en el tiempo sin un férreo sostén narrativo, como si estuviéramos en el Planeta Antonioni. Hay referencias a la Legión Extranjera, y los títulos de crédito nos han prometido la presencia de Denis Lavant: las sombras de Beau travail, de Claire Denis, nos invaden momentáneamente, pero a los pocos segundos se disipan en el agradable calor veraniego de la Costa Azul.

Lanzados a la abstracción, debemos contentarnos con saber que los cinco personajes conformarán una “tripulación”. Angeliki Papoulia, capitana del barco, se relaja con los demás marineros en una terraza, mientras los diálogos, que pueblan el fondo sonoro, no reciben el apoyo de unos subtítulos. Más adelante, otro personaje decide perderse en la musicalidad de una lengua que no entiende, pero cuyos sonidos le son familiares, mientras que, pudiéndose tumbar en la cubierta, hay quien prefiere hacerlo directamente en el mar. La cosa se empieza a clarificar cuando Wittmann presenta una conversación inocua en la que solo destaca la palabra “fluir”. Y es que absolutamente todo en Human Flowers of Fleshtiene que ver con el agua. Sin la necesidad de invocar los movimientos ondulantes del mar, a la realizadora, guionista y directora de fotografía, le basta con el azul clorado de una piscina comunitaria para quedarse hipnotizada, para arrastrarnos al trance. Esto no es una película, es un ritual de inmersión. En plena travesía por el Mediterráneo, un navegante se tumba en su cama, y a los pocos segundos el oleaje que le mece (y que hace crujir las junturas del barco) obra el milagro de cerrar unos párpados que se resistían (en vano) a descansar. He aquí el espectáculo de ver a alguien embarcándose en el reino de los sueños.

Cuando queremos darnos cuenta, estamos en compañía de unos microrganismos luminiscentes que no se sabe si están siendo observados con un microscopio o si son el producto de una imaginación desbocada. Al fin y al cabo, casi todas las escenas de Human Flowers of Flesh operan como cuentos de buenas noches, pensados para alimentar nuestro próximo sueño, o sea, la secuencia que viene a continuación. Cuando despertamos, estamos en el fondo del mar, donde reposan toneladas de chatarra oxidada (y reclamada por la fauna y flora marina). Cuando despertamos de nuevo, vemos un aeroplano del que saltan unos paracaidistas… cuyas telas desplegadas hacen pensar en medusas cayendo lentamente del cielo. Más tarde, el reflejo de la Luna sobre el negro infinito de las aguas nocturnas cumple a la perfección la función de luz estroboscópica para una rave celebrada en alta mar. Todo está conectado porque todo está empapado por la misma sustancia. Todo es real porque así parece aseverarlo una imagen granulada que se defiende de los simulacros de la imagen digital. Las fuerzas oceánicas y el cine de Helena Wittmann conforman un pacto simbiótico apabullante, una alianza que erosiona, que transforma… no solo las cosas, sino también la conciencia; los sueños que emanan de ella.