Manu Yáñez (Sitges)

El maestro japonés Takeshi Kitano empezó a concebir el proyecto de Kubi –su particular acercamiento a la figura de Hashiba Hideyoshi, señor feudal del siglo XVI que “unificó” Japón– mientras filmaba Sonatine, su cuarta película como director. En aquella época, a principios de la década de 1990, Kitano, pese a haber dirigido ya la romántica A Scene at the Sea, era conocido por su aproximación áspera y profundamente nihilista al género del yakuza-eiga. Hablamos de un Kitano capaz de hallar fogonazos de belleza plástica en la icónica imagen de un hombre que se volaba la tapa de los sesos jugando a la ruleta rusa. Ese mismo espíritu entre iconoclasta y subversivo se manifiesta con fuerza en la magnífica Kubi, que se inaugura con una escena de batalla que parece prometer una obra guiada por la épica y el rigor histórico, pero que después vira felizmente hacia el retrato grotesco de un mundo dominado por la avaricia y la sed de poder.

Históricamente, el género del jidaigeki se ha orientado hacia el retrato ritualizado y más bien solemne del japón feudal, con el samurái como figura central de un universo de coordenadas éticas muy rígidas. Por su parte, Kitano aborda el género desde la heterodoxia, situando en primer plano, por ejemplo, la cuestión del deseo homosexual entre samuráis, una temática que el director de Hana-bi ya tocó de cerca en su labor como actor en la película Gohatto de Nagisa Ōshima. Pero esa no es la única transgresión que pone en juego Kitano. La idea del honor, que inicialmente parece gobernar la existencia de la troupe de señores de la guerra que protagoniza el film, queda enterrada bajo una tupida red de envidias, traiciones y crueldad. “Desde el momento en que naces, la vida no es más que un gigantesco chiste”, afirma cínicamente el más poderoso de los señores feudales, interpretado por Ryo Kase. Y la película sigue esa senda, coleccionando decapitaciones, juegos de tronos y pasiones ilícitas.

Pese a que lleva años lejos de la primera fila del cine nipón –ha sido sustituido, aunque no igualado, por Naomi Kawase y Ryūsuke Hamaguchi–, Kitano mantiene intacto su don para la hibridación de elementos de diferentes géneros, en el caso de Kubi el chambara y la comedia negra. Basta recordar un pasaje del film en el que un samurái afrolatino, confrontado por su déspota “señor”, exclama: “¡Jodido cabrón amarillo!”. Pero Kubi no destaca únicamente por su inclinación a la irreverencia, sino que también brilla gracias a su narración abigarrada y a la vez expansiva. Sumando personajes a diestro y siniestro, la película va tejiendo una crónica sociohistórica en la que confluyen nobles, samuráis, mendigos e incluso cómicos. Dejándonos llevar por la admiración, diríamos que, con Kubi, Kitano se pone el traje de escritor decimonónico para escribir, a la Balzac, su particular “comedia humana”, o a la Zola, su visión de “la bestia humana”.

Si el mandamiento que Kitano sigue a rajatabla en Kubi es el de “no creerás”, Carlota Pereda se decanta por todo lo contrario en la irregular pero estimulante La ermita. Después de situar su ópera prima, Cerdita, en un pueblo de Extremadura, la cineasta madrileña se desplaza al País Vasco para filmar una película que se aposenta en la frontera entre el folk horror y el cine de fenómenos paranormales. El film se abre con una escena que transcurre, aparentemente, durante la plaga de peste negra que azotó Europa en el siglo XVII; sin embargo, rápidamente descubrimos que estamos en la época actual y que lo que vemos es la representación de un episodio histórico mitificado, según el cual una niña enferma fue lapidada en una ermita. El juego con la brecha en abismo remite al arranque de los thrillers de Brian de Palma de la década de 1980, y cabe decir que, en sus mejores pasajes, lo más excesivos y descabellados, La ermita consigue invocar el fantasma de lo depalmiano. Sin embargo, el fuerte del nuevo trabajo de Pereda no es el vigor plástico, sino la férrea lógica interna del relato, que se afianza sobre tres dramas maternofiliales.

La trama de La ermita bascula entre dos figuras femeninas. La primera es una niña (brillante Maia Zaitegi) que está a punto de perder a su madre de cáncer y que, desesperada y acongojada, se aferra a sus incipientes dotes de médium. Por otra parte, está una mujer madura (una solvente Belén Rueda) que arrastra el trauma de haber crecido bajo el amparo de una madre obsesionada con la leyenda de la pequeña tapiada en la ermita vasca. A su vez, los personajes de Zaitegi y Rueda construirán una alianza casi familiar que las ayudará a afrontar sus respectivas aflicciones. Así, aferrándose a las sólidas raíces emocionales del relato, Pereda (y sus coguionistas Albert Bertran Bas y Carmelo Viera) se permite todo tipo de arritmias y tosquedades en la escritura y la puesta en escena. Poco importa que la historia se precipite por la pendiente de lo inverosímil. Más allá de la lógica, impera la fe de Pereda en la fuerza transfiguradora de una obsesión –la de la niña protagonista por contactar con los muertos– y de un gesto. Cuando el personaje interpretado por Zaitegi se halla en apuros o necesita desplegar su don sobrenatural, levanta dos dedos de una mano, el índice y el corazón, y apunta hacia el peligro. El gesto trae a la memoria a los pequeños protagonistas de dos films vinculados a la figura de Steven Spielberg: E.T. El extraterrestre y Poltergieist. “El problema es que ya nadie cree”, afirma con pesar el personaje de Rueda. Por su parte, Pereda se entrega con mucha fe a la conquista de un tipo de emoción que no sabe de lógica, orden o concierto.