El cine de Fernando Franco siempre ha caminado entre la frialdad y la emoción, con una puesta en escena casi quirúrgica, forense en ocasiones, que se convierte en el camino más filoso para acercarse al terreno de las emociones sin dejarse arrastrar ni manipular por ellas. Pudiendo trabajar el drama y la empatía, Franco elige el camino de la distancia justa, la imagen correcta y la ética precisa. Por eso no sorprende que su primera película, con la que se ha proclamado como uno de los vencedores indiscutibles de la 61ª edición del Festival de San Sebastián, donde ganó el Premio especial del Jurado, además de la Concha de Plata a la mejor actriz para su protagonista, Marian Álvarez, aborde la historia de una mujer con trastorno bipolar de forma radical: filmando exclusivamente en planos secuencias que no abandonan el rostro de la protagonista, obligando así al espectador a ver lo que ella ve, y enfrentándole al desconcierto de un personaje que es incapaz de controlar sus propias emociones, y para quien el mundo, y la gente, en casi perpetuo fuera de campo, es un constante misterio, una fuente de dolor, una herida siempre abierta. GdPA

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