Alberto Richart (L’Alternativa, Barcelona)

En plena vorágine catalana de festivales de cine, en la que cada año parecen sumarse nuevos eventos (la cuenta va por cuarenta y cinco, según la asociación Catalunya Film Festivals), algunos consiguen consolidarse con la renovación anual de sus votos. El Festival de Cinema Independent de Barcelona (L’Alternativa) alcanza la edad adulta con su trigésima edición. Aparentemente, lo hace sin sufrir una crisis de los treinta, con una estimulante programación cuyos principales reclamos –premieres que comenzaron su recorrido en Cannes, San Sebastián, Locarno o Berlín– sirven de bienvenida a una cosecha que esparce sus principales semillas en caminos cruzados entre el documental, la ficción y el ensayo.

El pistoletazo de salida corrió a cargo del finlandés Aki Kaurismäki, afincado una vez más en la frontera entre la parquedad formalista y el realismo humorístico, acompañando a personajes a la deriva, después de sus más recientes El Havre (2011) y El otro lado de la esperanza (2017). La pareja protagonista de Fallen leaves (2023), interpretada por Alma Pöysti y Jussi Vatanen, son dos almas en pena solitarias y arrasadas a la precariedad por sus puestos de trabajos en fábricas metalúrgicas. El frío acero se imprime, en cierta manera, en la apariencia desangelada de ambos, incapaces de mantener una comunicación hábil, y reaccionando como resortes que se activan o se desactivan según los sucesos que se les plantea.

El film de Kaurismäki, Premio Internación del Jurado en el pasado Festival de Cannes, contrarresta la frialdad superficial de sus personajes con pequeñas y muy cálidas chispas de clasicismo, en una tradicional historia de amor –chica conoce a chico– en la que destino y azar oscilan la balanza hasta equilibrarse. El director de La chica de la fábrica de cerillas(1990), sin embargo, deja a un lado los duros designios del proletariado, que destacaban con mayor presencia en anteriores películas, para recrearse aquí en los desencuentros de sus personajes, pintados de un romanticismo de colores apagados, en el que la fotografía de Timo Salminen se acompaña con piezas de Schubert, o el Mambo italiano de Dean Martin cantado en finlandés. La secuencia en la que Ansa (Pöysti) mira a un dormido Holappa (Vatanen) desde el interior de un autobús que se aleja, o la del vuelo al aire de un papel con el número de teléfono de la chica, no solo se circunscriben al melodrama según Chaplin, e incluso a esa manía por el azar de Woody Allen, sino también al elogio de la inocencia que siempre emana de la obra de Kaurismäki.

No muy lejos de estos cándidos personajes que se dejan llevar por los designios de la vida se encontraría Carmen (María Luengo), la protagonista de la opera prima de Laura Ferrés, La imatge permanent, que participa en la sección Paralelas del festival. El sesudo proyecto de la directora barcelonesa es, sorprendentemente, un divertido y accesible estudio de la representación audiovisual más allá de los límites de lo tangible. Y esto toma forma, en gran medida, por la selección de un casting novel del que participa Luengo, quien parece seguir a pies juntillas el diálogo demarcado en guion, pero cuya artificialidad no resta costumbrismo y veracidad al retrato de un país de una fuerte identidad, en eterna búsqueda de representaciones.

La historia comienza en un pueblo andaluz donde una joven, que acaba de ser madre, huye del viciado ambiente familiar y vecinal que le rodea. Cincuenta años más tarde, una responsable de casting para campañas publicitarias (Luengo) se obsesiona con Antonia (Rosario Ortega), una vendedora ambulante que rompe inesperadamente con su soledad. Ferrés escribe el guion a seis manos junto a Carlos Vermut y Ulises Porra, en el que se evidencia cierta praxis de las películas del primero por los hechos figuradamente inconexos entre sí. La película recurre a la citación de varias prácticas fotográficas, tales como la superposición, rayos X, Inteligencia Artificial, o los álbumes de recuerdos, con la intención de reflexionar sobre la concreción de lo desconocido, el pasado, los fantasmas, las ideas, lo interno, o las personas que viven en los márgenes de la sociedad.

En este espacio inmaterial, Lois Patiño (Costa da norte, Lua vermella) consigue darle imagen (y sonido) a una de las transiciones más memorables de la historia del cine. En la sección oficial del certamen, su proeza fílmica, titulada Samsara, mitad ficción, mitad documental observacional, no solo obra el milagro de la reencarnación, sino que además hace a los espectadores partícipes de ello. La película se estructura en dos partes bien diferenciadas: una rodada en Laos, la otra en Zanzíbar, separadas por un entreacto sensorial, de más de diez minutos, en el que se invita al público a cerrar los ojos y sumergirse en un trance de muerte y renacimiento, guiado por fogonazos que traspasan los párpados y sonidos naturales, a medio camino entre la meditación y la instalación artística.

El cineasta vigués cita un mantra budista, “todos somos luz”, y a juzgar por esa primera parte en Laos, documentada por la lente analógica de Mauro Herce, sería posible pensar que el alma es capaz de resplandecer como un jardín lleno de hibiscos. Las brillantes togas naranjas de unos aspirantes a monjes budistas contrastan con el verde paisaje selvático. Cargado de una luminosa espiritualidad, Patiño proporciona luz, textura y sensaciones a la experiencia mística. Su narrativa transita lo onírico con secuencias aletargadas y la superposición de vidrieras, grabados y aguas calmadas cuando sus personajes sueñan. Luego, después de revolotear por la zona etérea, Patiño regresa, en la segunda mitad del film, a la materia de la mano de la directora de fotografía Jessica Sarah Rinland, documentalista de lo corpóreo, que captura el día a día de una niña en Zanzíbar. Según el director, en Samsara, la imagen sería el cuerpo, y el sonido el alma. Y podría ser que en este desfile de estímulos que ha inaugurado el festival, el espíritu del espectador ya no toque el suelo.