(Imagen de cabecera: Clara se pierde en el bosque de Camila Fabbri)

Mariona Borrull (Pontevedra)

Este texto podría ser una profunda pérdida de tiempo. ¿De qué nos sirve escribir crónicas sobre una programación heterodoxa y polifónica, más intuitiva que escaparatista? Naturalmente, diríamos, para poner en relieve sus desequilibrios y ausencias, o para distinguir los nubarrones sobre ese horizonte que vagamente llamamos los “nuevos cines”. En anteriores ediciones de Novos Cinemas, lo hemos hecho sin dudar. ¿Pero se puede responder a una parrilla de una manera también desacomplejada, lejos de conclusiones previas y precipitadas? Lancemos ideas al vuelo.

Clara se pierde en el bosque y Cambio cambio andan por caminos separados dentro de lo que podríamos llamar el “indie argentino”. La primera, dirigida por Camila Fabbri (descubierta como actriz en los Dos disparos de Martín Rejtman y publicada en España como autora con Estamos a salvo, editado por Planetadelibros), se nutre de testigos alrededor de una tragedia verídica ocurrida hace años. Así construye una caja de resonancia para la inquietud existencial de una joven que, de vacaciones, no logra encajar con las dinámicas de su familia política. Clara se encharcará en los lodazales de La ciénaga de Lucrecia Martel, unidad lenta y perezosa que contrasta con la marcha rápida de los centenares de extras que transitan a diario por el centro de Buenos Aires. Paisaje barrido como en código de barras, pasan por delante del grupo de cambistas de Cambio cambio, de Lautaro García Candela, una suerte de Nueve reinas arraigado a los códigos del caper, pero cuyas proporciones diminutas (cuatro personajes, dos localizaciones, una trama criminal de escala mini) la decapan de los manierismos del género.

Eso sí, ambas películas comparten en un papel protagonista a la actriz Camila Peralta, uno de esos rostros que encapsula la luz y versatilidad de una cara nueva, alguien fuera del star system, y que justo por su carácter y solvencia está al borde de convertirse en un sello del indie. Pasa igual con Laura Paredes, pienso, y eso mira directamente a las pautas y patrones de un cine que se reivindica en diálogo entre tradición y diferencia.

Como contrapeso, agradezco descubrir en la Antier noche de Alberto Martín Menacho (una película tan amparada, por lo demás, dentro de los embudos del neorural patrio de casi-no-ficción, siguiendo el camino de Secaderos a El agua) a un rostro como el de Juan Francisco, un chaval de género ambiguo, cuerpo enjuto y mirada ligeramente altiva, similar al campesinado plasmado a ojos de Richard Avedon. Juan Francisco podría ser supermodelo, o dedicarse a cualquier cosa, literalmente. Su cara es un grumo de realidad que resiste al lugar común.

Contra la superproducción visual

Antier noche se estrenaba en l’Alternativa antes de verse en Pontevedra. También en l’Alternativa acogíamos el estreno de Tótem, un ensayo de Unidad de Montaje Dialéctico que se plantea cómo trabajar con imágenes de manera ecológica, es decir, reciclando el archivo como forma de resistencia a la superproducción de estampas desechables. Un puente posible: mientras que en l’Alternativa se proponía la parquedad estética como vía para evidenciar las dimensiones políticas de lo audiovisual, Novos Cinemas apostaba en su programa por la concisión como vientre polisémico.

En Le coeur du masturbateur, de Michael Salerno, un adolescente se abona a un extraño ritual en internet que le ofrecerá una salida a su existencia insoportable, mientras lo obliga a despojarse de sus pertenencias materiales, de sus autocuidados más básicos y de la poca red de apoyo con la que contaba (nos recuerda a la más sugerente, aunque no menos intensa, We’re All Going To The World’s Fair de Jane Schoenbrun). Un proceso de muerte consentida que Salerno recorta y monta en una larga ráfaga, atisbando secuencias de tiempos justos y necesarios, quizás amparado en los abismos que inundan la mente del protagonista. Encontrará en la elipsis a una aliada descarnada, negra hasta el sarcasmo. Nada nuevo bajo el sol, pero el rigor con el que marcha Le coeur… la salva de la perogrullada.

Merecidos fueron los premios al Mejor Largometraje de la Sección Oficial y el Premio Jurado Novo a la mejor dirección para The Bride de Myriam U. Birara, una prueba de que la concisión supera el simple calibrado de lo que se muestra y lo que no, atendiendo a un juego de engranajes más preciso entre la frialdad del cine intelectual y la transparencia emocional de las narrativas clásicas. El horror se enseña todo y de buenas a primeras, sin ahorrar un solo llanto o alarido de dolor, en esta historia sobre una chica secuestrada y vendida como esposa en la Ruanda de finales de los años noventa. Por otra parte, que el marido no entre a plano hasta bien avanzada esta odisea personal (básicamente, hasta que ella no encuentra sus propios espacios de seguridad) se lee como gesto precavido que nos salva de ser cómplices de su explotación emocional.

Birara encuadra los momentos de máximo conflicto dramático desde la lateralidad o la composición descentrada, como si rechazara los dictámenes irrebatibles y forzosos del primer plano. Tampoco capa la polisemia de sus imágenes, incorporando las brechas traumáticas que abren: en una casa donde se viola a las mujeres de forma sistemática, el placer llega también de forma sorpresiva y vertiginosa (la masturbación y la violación pasan ambas por el cuerpo). Para la chica, la puerta al placer da auténtico pavor y, para quienes la observamos en un segundo término, su miedo invita a una empatía desnuda y honesta.

Finalmente, la concisión puede disfrazarse de parquedad si no hay nada mejor que decir, o que mostrar. En Zimmerwald, Premio al Mejor Largometraje de la Sección Latexos, Valeria Stucki propone a tres preadolescentes que investiguen la fría pista de la reunión entre Lenin y Trotsky, en 1915, en la localidad suiza de Zimmerwald: un evento que para el canon comunista es de suma importancia y que llevó, durante toda la Guerra Fría, al intento de sacralización de este pueblo remoto (fue lugar de tantísimos peregrinajes y misivas desde Rusia). Abrumada por su propio estatus de icono político impuesto, la comunidad trató de borrar deliberadamente esa reunión, rechazando a la vez lo único que volvía a este pueblo de casas y vacas oficialmente memorable. Un sacrificio contra-turístico que la película de Stucki incorpora a través de una investigación sosa, sostenida sobre testigos desmemoriados, lugares olvidables (un merendero cualquiera, un hostal viejo pero reformado) y referencias vagas. La Zimmerwald periodística es aburrida, porque no hay nada que saber, a sabiendas que el interés histórico de un hecho fluctúa con los tiempos. Mientras tanto, la Zimmerwald militante se sostiene como un canto imbatible a la coherencia. Sin historia, no hay cuentos que contar.

Breve asterisco para una edición de Novos Cinemas que, al mismo tiempo, ha vibrado al son de dos películas impresionistas, desvergonzadamente sensuales. La primera es la adaptación de El pato salvaje, obra de Henrik Ibsen, ahora aplastada a través de la lente vibrante y sacudida de una camarita portátil, cuyos encuadres celan el drama recortándolo en el diminuto espacio del zoom. Nadja Ericsson traslada el opresivo paisaje emocional de las hermanas protagonistas a la piel de la película hasta llevarlo al culmen de la antipatía. Eléctrica, El pato salvaje penetra en nuestro sistema nervioso.

Por último, y tras el paso de Harper’s Comet de Tyler Taormina (Premio del Jurado Oficial 2022), el festival ha renovado su apuesta anual por el cine estadounidense indie de verdad con la extraordinaria An Evening Song (For Three Voices) de Graham Swon, Premio de la Crítica y del Público. El certamen es referencia por su buen ojo para el cine norteamericano –este año con la presencia canadiense de Concrete Valley, de Antoine Bourges– y el debut de Swon, The World Is Full of Secrets, se vio en Pontevedra en 2018. En la línea suntuosa de esa ópera prima, An Evening Song (For Three Voices) explora los rincones oscuros y aterciopelados de las habitaciones propias de la literatura de Virginia Woolf, gracias a la imbricación de tres voces narrativas en off, que se desnudan en monólogo interior.

Una joven criada y una pareja de escritores (la mujer es Hannah Gross, ha trabajado con Rick Alverson y Dustin Guy Defa) conviven en un casoplón gótico durante un verano en que deseo y terror convivirán hasta teñirse del otro. Swon basa toda su propuesta visual sobre este encadenamiento improbable, heredero de las emociones exaltadas del pulp y la novela rosa, y los monstruos de la serie B de Val Lewton, así como de la untuosidad poética de David Lynch. La cámara de 16mm, armada con un seguido de placas parcialmente enmascaradas, captura fragmentos que luego se montan superpuestos en composiciones de materialidad blanda, fundidas en un milhojas ensoñado que juega a la metáfora y a la asociación libre. De una receta añeja a una fe renovada.