María Adell (Berlín)

Al inicio de Hors du temps –película con la que Olivier Assayas participa en la Sección Oficial de la Berlinale–, una larga secuencia de montaje nos muestra los espacios donde transcurrirá la película: casas de campo, paisajes bucólicos de la campiña francesa, una pista de tenis en mitad de un enorme jardín, una mansión abandonada a su suerte… Sobre las imágenes, la frágil voz de Assayas vincula estos escenarios, que remiten al imaginario de los cuentos de hadas, a su propia infancia y adolescencia. Estamos, por tanto, ante una obra memorística en la que el cineasta parisino propone un ejercicio análogo al de la superior Las horas del verano. Ambas películas apuntan que, más allá del factor económico, los lugares y los objetos –libros, muebles, obras de arte– ostentan un incalculable valor emocional.

Los pasajes de Hors du temps en los que Assayas comparte, con afecto y delicadeza, recuerdos asociados a la máquina de escribir de su padre, a su colección de libros de arte o a los muebles de la habitación de su madre –momentos próximos al ensayo fílmico o a la autoficción documental– son lo mejor de un film desequilibrado, que no acaba de encontrar su rumbo. El título (“Fuera del tiempo”) define a la perfección una obra abocada a una cierta estasis, un film sobre el confinamiento pandémico que llega al menos dos años tarde, y que expone la autoindulgencia de un creador capaz de mantenerse al margen de lo que sucede a su alrededor. Así, Hors du tempsse presenta como una comedia doméstica en la que un trasunto de Assayas –un Vincent Macaigne que explota su veta humorística– se ve forzado a compartir la casa de campo familiar con su hermano, un periodista musical del que estaba un tanto distanciado, y la nueva novia de este. Las alegres comidas y cenas al aire libre, las visitas a la pista de tenis de la mansión vecina, y los paseos por el bosque acompasan una película que puede irritar a los espectadores que no tuvieron (tuvimos) la misma suerte que los protagonistas.

Más allá de su indolente exhibición del privilegio –a la que alude de forma autoconsciente el protagonista–, Hors du temps adolece de un extravío narrativo que podría verse como una puesta en imágenes del estado de perplejidad paralizante que todos experimentamos entre marzo y junio de 2020, y que Macaigne sabe encarnar a la perfección. Aunque, tal vez, esta interpretación sea un intento desesperado por dar sentido a una película descompensada, que traza itinerarios que no logra concretar. Queda, eso sí, el testimonio de una sensibilidad naturalista próxima a la de Jean Renoir (citado, no por casualidad, en diversas ocasiones) o Claude Monet. La sensualidad con la que Assayas filma los árboles, las flores o esos rayos de sol que hacen brillar la hierba acerca al director de Viaje a Sils Maria al espíritu de los Lumière, los “últimos pintores impresionistas”, según Jacques Aumont.

Fallida pero honesta, Hors du temps elabora un vitalista discurso sobre la posibilidad del afecto y la belleza en tiempos de incertidumbre, a la vez que propone un diálogo constante con la filmografía previa de Assayas. La cuestión de la utopía, o más bien de su imposibilidad, ya se abordaba en Después de mayo, mientras que la reflexión sobre los legados familiares atraviesa la obra del francés desde Paris s’éveille a Clean. Si Las horas del veranoadoptaba el punto de vista de un hijo en relación a su línea genealógica, Hors du temps busca la perspectiva de un progenitor, un camino que la película solo llega a explorar a medias en una hermosa conversación entre un padre y una hija.