Alberto Richart (L’Alternativa, Barcelona)

El itinerario que invita a recorrer el Festival de Cinema Independent de Barcelona (L’Alternativa) es sinuoso y lleno de derivaciones entre géneros. En los últimos días, el certamen ha transitado por geografías documentales, cuyas fronteras colindan en ocasiones con lo ficcional, bien por su aproximación al artificio o porque el “material encontrado” es empleado para componer relatos. Este último sería el caso de Între revoluții de Vlad Petri, una coproducción entre Rumanía, Croacia, Irán y Catar que se presenta como un compendio humanista sobre las responsabilidades individuales en el transcurso de la historia sociopolítica de un país, además de como una carta abierta a los derechos de las mujeres.

El film comienza con un desfile de imágenes de archivo de jóvenes estudiantes, en el que se supone un Bucarest abierto al mundo y al conocimiento. Las voces de dos mujeres que intercambian cartas desde Rumanía e Irán nos informan de que todo ello sucedía antes del vuelco de las políticas de Nicolae Ceaușescu hacia un nacionalismo aislacionista. Hasta entonces, las mujeres parecían libres de forjarse un futuro en el país rumano, e incluso ser partícipes de la vida social y deportiva.

Al inicio de la película, un fascinante montaje encadenado de diferentes saltadoras, que ejecutan complejos ejercicios aéreos desde el trampolín, sirve de perfecta introducción al relato de dos amigas que una vez tocaron el cielo, para hundirse posteriormente en la peor zambullida. Entre la sucesión de imágenes en blanco y negro y en color, quedan también atesorados en la retina los fragmentos de una mujer rotando sobre sí misma, sentada en una atracción de sillas voladoras. La presencia femenina cuenta con una relevante carga en pantalla, hasta que el relato se va contaminando, gradualmente, de conflictos bélicos en los que predominan las presencias masculinas.

La agitación social desborda el relato de Petri, quien llega a imbricar dos conflictos políticos supuestamente muy distanciados, de los que señala sus parecidos más que razonables. Uno de ellos, el más impactante quizás, sería la capacidad humana de movilización y agrupamiento, representada por diversos planos de protestas multitudinarias. A la postre, Petri construye un inquietante relato cíclico, en el que las protestas que pusieron fin al gobierno de Ceaușescu se engarzan con el inicio de la revolución islámica de 1979.

También de ciclos conscientes está llena El Eco, de la salvadoreña Tatiana Huezo, a quien el festival rinde una retrospectiva. La documentalista, que presentó su nuevo trabajo de la sección Paralelas en la Filmoteca de Catalunya, pasó varias estaciones visitando El Eco, una aldea remota en el norte de México, cuyo nombre local ya sugiere de por sí un halo místico y sensorial. Allí conoció a niños de varias comunidades que hilvanan el discurso de la película. En su presentación, Huezo manifestó su interés por el prematuro paso de la niñez a la adolescencia en el ámbito rural. Las duras condiciones de la orografía montañosa impactan directamente sobre el físico de los habitantes de la villa, cuyos primogénitos comienzan muy jóvenes a asistir en arduas disciplinas como la siega, el pastoreo e incluso la matanza de carneros. Mediante el seguimiento de los infantes, marcado por el cuidado e intuitivo trabajo de fotografía de Ernesto Pardo, la directora de El lugar más pequeño y Tempestad dibuja un luminoso retrato costumbrista de una inocencia apartada de la globalización, las nuevas tecnologías y la perversión del capitalismo.

Tampoco escapa al ojo de la cineasta la notoriedad del sacrificio femenino en comunidades como la de El Eco. Una discusión de pareja, espiada desde la espalda de sus protagonistas, delata el cansancio que atenaza a las mujeres, que no solo son labradoras o ganaderas, sino también cuidadoras de niños y ancianos. El examen antropológico de Huezo pasa, además, por una súbita paciencia –la vida transcurre por su detenida observación: la cosecha se seca, los cabritos nacen y los ancianos mueren–, que denota cuán despierta es la conciencia sobre el ciclo de la vida entre los más jóvenes del lugar. Ello no permite, sin embargo, que el tono de la película se ensombrezca. Invadida por la naturaleza majestuosa, arrasadora pero también benefactora, El Eco no deja de ser una obra vitalista, que mantiene la esperanza puesta en las nuevas generaciones.

En las antípodas de la liviandad con la que Huezo y Pardo exploran el territorio, se encontraría el estático documental de João Rosas, A morte de uma cidade, que participa en la Sección Oficial de L’Alternativa. El director portugués mantiene la idea de que sobre Lisboa se dibuja el mapa de una destrucción vehiculada por la inflación, el turismo masivo y la precariedad laboral. Con esta fijación, Rosas identifica el germen que lo infecta todo desde la crisis económica de 2008: la industria de la construcción. Al acudir a esos escenarios en escombros, el director se enamora del vaivén de los últimos de la fila: peones inmigrantes, generalmente guineanos, que llegan a Portugal con estudios y carreras a sus espaldas, para malvivir con un salario impuntual.

Cámara al hombro y en solitario, Rosas filma durante años, y desde todos los ángulos posibles, los gestos más comunes del trabajo obrero. Al mismo tiempo, el cineasta relata, con una verborrea en off, las historias personales de cada uno de los personajes que llega a conocer con el paso de los días. Distraído por los trabajos, Rosas observa los cuerpos en transacción, que pasan de una construcción a otra, sin darles demasiada oportunidad de explicar su historia por sí mismos, si no es bajo el filtro de la intervención autoral.

Como una ciudad, el director también estructura su película a modo de capas. Cuanto más profundiza en lo que hay debajo de cada nuevo levantamiento urbanístico –entre sus numerosas secuencias, se llega a entrever a una arqueóloga ante lo que parece el hallazgo de una momia–, más patente queda el desinterés del documentalista por volver a la superficie, e incluso por buscar una estética. El feísmo de sus secuencias, resultado de la más pura de las improvisaciones, da cuenta de que tras las nuevas cafeterías hipsters y los alquileres turísticos que asaltan ciudades como Lisboa, hay edificios vacíos, no-lugares en proceso de convertirse, esqueletos de cemento sobre identidades borradas.