Víctor Esquirol

Un reencuentro: Decision to Leave. A menudo me ha tocado aceptar (porque no queda otra) el lado más oscuro de la experiencia festivalera. Esto es, un agotamiento físico y mental que inevitablemente te desactiva; te desarma ante algunos de los retos planteados en las series más o menos interminables de proyecciones. A mí me tocó despedirme (por el momento) de la crítica cinematográfica en el Festival de Cannes de 2022. Allí me quedé con la sensación de que el último trabajo de Park Chan-wook (que me encantó) me dejó sin respuestas a la hora de armar un texto al que todavía no he osado volver. No fue hasta pasados unos meses, ya con calma y con las neuronas más frescas, que recuperé la que sin dudas podría ser la película de la que más me enamoré tanto en el año anterior como, sobre todo, en el presente curso. Con tiempo para prepararme en la previa y para reposar en el post-revisionado, sentí que por fin estuve en condiciones de absorber, no la totalidad (esto tiene que ser imposible), pero al menos sí una gran parte de las ideas, saltos y empalmes imposibles que componen uno de los títulos más virtuosos que haya visto en mi vida.

Un reencuentro (inesperado): Perfect Days. Si a principios de año alguien me hubiera anunciado que saldría encantado de ver la última ficción de Wim Wenders, seguramente hubiera despachado dicha profecía como una broma con poca gracia. Pero resulta que a veces los escenarios más insospechados se materializan y, como hubiera dicho el profeta, se disfrutan al máximo. Consuela y reconforta el que un autor que venía de marearse de forma tan desconcertante en sus últimos trabajos, haya encontrado de nuevo el innegable sentido de lo bueno (en el cine, en la vida) abrazando una sencillez contra la que igualmente nada se podría objetar. A veces, todo puede ser tan agradable como la calma que emana la figura de Kôji Yakusho; a veces, no se necesita nada más para que un plan salga perfecto.

Un reencuentro (sin saberlo): Dungeons & Dragons: Honor entre ladrones. Una de las sensaciones más bonitas al ver por primera vez una película consiste en no saber prácticamente nada de ella, y en descubrir, al final de la sesión, que aquellas buenas sensaciones que has ido encontrando durante el camino, se corresponden con esos autores a los que tanto querías, y que no sabías (aunque lo sospecharas) que movían los hilos en esta ocasión. En este sentido, darme cuenta, en plena nueva aventura de esta nueva entrega del universo Dragones y mazmorras, que me lo estaba pasando tan bien como en Noche de juegos, me hizo recibir los títulos de crédito finales (encabezados por un “Directed by Jonathan Francis Daley & Jonathan M. Goldstein”) con el “¡Por supuesto!” más gratificante de la temporada.

Un falso adiós: El chico y la garza. Siento que a Hayao Miyazaki ya le lloré en El viento se levanta, y sospecho que los planes de viabilidad del estudio Ghibli (dentro de la gran pantalla) van a “obligar” a que el que probablemente sea el mejor animador de todos los tiempos, siga en activo. No parece que tengamos que despedirnos del veterano director (toco madera), mucho menos después de haber visto su último trabajo (ya lo puedo decir: mi película favorita de 2023); una historia sobre el poder de la creación y que, consecuentemente, se muestra desbordante en prácticamente cada decisión que toma. En el invierno de su recorrido vital, a Miyazaki (padre de todos los mundos y de todos los seres que lo habitan) el cerebro le hierve, y vuela decidido hacia un nuevo destino desconocido, es decir, hacia la enésima negación del fin del camino.

Una consagración: El auge del humano 3. En las antípodas de los reencuentros con los veteranos, rugió con fuerza la juventud insultante de uno de los nuevos mesías del cine. Siete años después de dejar Locarno patas arriba con su primer largometraje, Teddy Williams volvió al escenario del crimen para dejar claro que el futuro sigue siendo suyo. Por el camino se perdió la segunda entrega, pero el tercer episodio de su falsa trilogía siguió hablándonos de un autor cuyos diálogos, espacios, personajes e imágenes que plasman todo esto, habitan en un tiempo al que todavía no hemos llegado; al que a lo mejor nunca llegaremos, pero del que el cine (o lo que sea esto) al menos habrá dejado constancia.

Una jaqueca que aún dura: Spider-Man: Cruzando el Multiverso. 140 minutos. 2 horas y 20 minutos que empiezan y son rematados por la partitura electrizante de Daniel Pemberton (para mí, la mejor banda sonora original del año). Por una música de fondo que lucha grácilmente por ocupar el primer plano de un conjunto en el que absolutamente todos los demás estímulos tratan de hacer esto mismo. El cine de la saturación promulgado por Phil Lord y Chris Miller (representado también en la excelente Ninja Turtles: Caos mutante) alcanzó en esta nueva entrega de las aventuras del Hombre Araña una nueva cima en su inabarcable conquista del infinito. A “volumen 11”, como dirían los Spinal Tap, y a una velocidad muy superior a la del cerebro humano… para que al final quede la estimulante y extenuante sensación de que el universo (el nuestro, y el otro, y el otro…) es un contenedor de sonidos, formas, colores y narrativas que nunca jamás (ni en 3 ni 5, ni en 20 visionados) podrán ser abarcados en su totalidad.

Una intoxicación: Rotting in the Sun. En la línea de la dupla Lord/Miller, el nuevo trabajo de Sebastián Silva convirtió el autorretrato (o el hit pop que muchos cantantes utilizan para plasmar simplemente el momento por el que está pasando su vida) en comedia negra infecta; una de las películas más certeras de la temporada. Lo hizo exponiendo la fealdad de nuestros tiempos (un resultado directo de la sobredosis de imágenes a la que estamos expuestos) como síntoma de una podredumbre que se huele y que traspasa las capas de maquillaje con las que nos embadurnamos; con las que intentamos tapar lo muertos que ya estábamos incluso antes de tropezar con la muerte de la manera más indigna posible.

Una borrachera: Babylon. Cuando Manny encontró a Nellie; cuando el intento de control chocó frontalmente contra el caos, contra una fuerza de la naturaleza que de ningún modo se podría contener. El trabajo más ambicioso de una de las voces más ambiciosas de su generación fue el regreso a Cantando bajo la lluvia que nos merecíamos, y también el “TodoALaVezEnTodasPartes” de esta temporada: una producción que no en vano vino presentada con el mejor y el peor póster del curso, una película que quería ver a la gente emocionándose, riéndose y durmiéndose ante la misma película… una concatenación de meta-set pieces en la que una serie de personajes perdían los estribos para aterrizar milagrosamente, o para estrellarse y desparramar sus restos por las soleadas colinas de Hollywood. Una permanente celebración del espectáculo más grande del mundo, el del milagro terrible de la autocombustión.

Una construcción de mundo (mejor): Gasoline Rainbow. Si el mundo en el que vivimos es en parte el resultado directo de los relatos que le dan forma, entonces el cine de los hermanos Ross es la salvación; el referente al que abrazar para creer en un futuro mejor. Porque en un presente que para nada invita al optimismo, los chavales de su nuevo híbrido entre ficción y documental (¡tenían que moverse en esa finísima línea!) nos iluminan con un enérgico viaje cuyo itinerario está marcado por el encuentro y descubrimiento de gente maravillosa, bellísima en su desbordante sabiduría y empatía. Es todo una fantasía, claro, pero para nada reñida (al contrario) con una autenticidad que emana de esos Estados Unidos que, a pesar de todo, siguen existiendo; de esa odisea vital que a todos nos hubiera gustado vivir.

Una construcción piramidal: Beau tiene miedo. En 2023 aprendí por fin el auténtico sentido de uno de los enigmas cinéfilos que más me han intrigado y absorbido en los últimos años. ¿Cuál es el auténtico propósito de la factoría A24? Pues bien, ya no tengo dudas al respecto: que todo el invento está enfocado a seguir financiando películas de Ari Aster. O sea, los Daniels (por ejemplo) meten dinero en las arcas… para que Ari Aster lo pueda quemar en empresas tan delirantes como Beau tiene miedo. Locuras insostenibles (a nivel comercial, a nivel estrictamente racional) que a lo mejor no sean más que autoterapias carísimas. Películas hechas para uno mismo que, esto sí, pueden divertir, angustiar, desesperar y ser objeto de admiración para gente que, afortunadamente, no esté dentro de esta atormentada mente. Si además resulta que Aster paga penitencia produciendo para la misma rueda, y que por el camino surgen joyas como Dream Scenario, de Kristoffer Borgli y DE Nicolas Cage (en uno de los mejores papeles de su carrera), entonces, como decía, todo el esquema se entiende y se eleva hasta los Olimpos.

Uno, y dos, y tres paseos por el monte: Esteban Bigliardi en Los delincuentes, La práctica y La sociedad de la nieve. Trabajando para Rodrigo Moreno, Martín Rejtman o J.A. Bayona, me imagino que a lo largo de los últimos meses, el fantástico actor Esteban Bigliardi tuvo que parar y reflexionar internamente para situarse e identificar bien la película en la que estaba trabajando. En este formidable año para él, seguir sus pasos era una invitación a perderse; a aceptar, a las buenas y a las malas, que la vida casi nunca respeta el rumbo previamente pactado. Saber que en algún momento de la película (de la que fuera) nos tocaría dejar la ciudad atrás y dejarnos engullir por las bondades e inclemencias de una naturaleza salvadora y terrible al mismo tiempo. Un patrón que se repetía en todos sus trabajos, y que aun así, siempre nos cogía en bendito contrapié.

El artista más Chu-Chu-Chuli: Wes Anderson en Asteroid City, El cisne, El desratizador, Veneno y La maravillosa historia de Henry Sugar. Al ritmo del Freight Train de Chas McDevitt & Nancy Whiskey o del Last Train to San Fernando de Johnny Duncan & The Blue Grass Boys, la carrera de Wes Anderson siguió avanzando a toda máquina para regalarnos uno de sus años más gloriosos. Tanto en el formato largo como en el corto y el medio; creando en pleno desierto o adaptando la obra de Roald Dahl: la plenitud de su fórmula se confirmó en el alquímico equilibrio entre la zona de confort y el banco de pruebas para las más locas experimentaciones. A estas alturas, cada intérprete a sus órdenes sabe a la perfección lo que el conjunto requiere de él; a estas alturas, ya sabemos lo que esperar de sus imágenes… pero al mismo tiempo, y aquí está la auténtica maestría, éstas y éstos siguen invitándonos a ir más allá en la exploración de las infinitas posibilidades que abren sus impresionantes capacidades. Cuando se cumplen tres décadas (¡treinta años!) de sus primeras señales de vida, el arte de Wes Anderson sigue asentado en la madurez más esplendorosa: la de una juventud de espíritu perpetua.

Un nuevo clásico navideño: Wonka. En el año en que el mundo editorial reescribía de forma bochornosa la obra de Roald Dahl, ésta encontró en el cine (¡quién iba a decirlo!) a su mejor aliado. De Wes Anderson a su versión más pensada para el consumo de toda la familia. Con el permiso de Denis Villeneuve, Christopher Nolan o, por qué no, David Lowery, Paul King se coronó como el director que ahora mismo seguramente mejor sepa conjugar las pulsiones autorales con las necesidades y exigencias de la industria. Su nueva confección, no casualmente, iba precisamente de esto: de cantar la llegada del genio antes de la construcción de la Fábrica. En este mágico punto de la historia, el cineasta quintaesencialmente británico siguió desplegando su ingenio para que el espíritu dickensiano más navideño actuara como revulsivo del cinismo de nuestros tiempos; para que jóvenes y adultos se reencontraran en el paraíso perenne (y dulcísimo) de la niñez.

Un ataque de claustrofobia: Llaman a la puerta. Incluso en una de las películas que aparentemente menos ruido levantó en su carrera, M. Night Shyamalan consiguió que sus siempre estimulantes ideas en la puesta en escena resonaran con una fuerza atronadora. En su última propuesta, el terror (insoportable) consistió en encerrarnos. Primero en una cabaña (en un bosque, por supuesto); después en la asfixia de un primerísimo primer plano llenado, para mayor angustia, con rostros como el de Dave Bautista. Más allá de esas caras gigantes, estaba un mundo que se abalanzaba hacia el fin de los tiempos, o esto nos decían, y ahí estaba, plasmado con escalofriante sencillez y clarividencia el poder intoxicador de un relato absurdo, imposible… pero poco a poco erigido como ese refugio (¿esa cámara de eco?) de la que ya no se podría salir.

Un momento mágico: La chimera. Si lo viste, lo dejaste escapar. Muy al final de su nueva película, prácticamente en su epílogo, Alice Rohrwacher capturó el desesperante milagro del desvanecimiento; mostró lo que ya nunca se podría mostrar: un tesoro de la antigüedad que desaparecería por siempre jamás porque nosotros estábamos depositando sobre él nuestra mirada. Escalofriante filigrana “orfeo-euridiciana” en la que las sombras reivindicaron para ellas mismas el patrimonio que conquistaron con el paso de los siglos. El que ya no nos pertenecía; el que el cine pudo atisbar, y de algún modo salvar, aunque sólo fuera durante un suspiro.

Otro momento mágico (ya con la lección aprendida): Samsara. De modo que aprendimos a cerrar los ojos en aquellos mundos que no estaban para ser vistos. En la transición entre espacios y vidas, Lois Patiño nos pidió que dejáramos de mirar para llevarnos por uno de los viajes más alucinantes planteados por el cine en esta temporada. Transcurrieron minutos (¿fueron cinco? ¿diez? ¿veinte? ¿fue una eternidad o apenas un parpadeo?), y ante nosotros circularon (o tal vez no) colores y formas mientras el oído se iba agudizando; mientras la desactivación y potenciación sensorial nos hacía mirar más allá del alcance de la vista.

Un fuera de cuadro: La zona de interés. Como cabía esperar, una década después de su última película, Jonathan Glazer siguió jugando en otra liga. Lo hizo activando otro tipo de ceguera, la peor: la de quien prefiere no ver. En la impecable pulcritud de sus imágenes y puesta en escena, acechó la película que más manchaba de todo el año. La certeza de que tras los muros del fuera de cuadro no podían haber corazones insensibles, mucho menos cuando el sonido de los gritos y disparos, la música de Mica Levi y el humo que se elevaba hasta el cielo, invadían una conciencia que ya daba igual hacia dónde (no) mirara.

Un rugido: Godzilla Minus One. En 2023, año de la debacle de muchas de las grandes apuestas palomiteras, el mejor blockbuster no podía venir de Hollywood. Desde Japón, Takashi Yamazaki se lució con un espectáculo que sólo podría haber sido concebido allí mismo. Con el “menos es más” por bandera, un metraje de más de dos horas pudo reducirse en la preparación y ejecución de cuatro set pieces magistrales en el uso del CGI, de los efectos de sonido y los silencios… y por encima de todo, nunca perder la referencia de la escala (y el valor de la vida) humana para magnificar, más si cabe, las apabullantes dimensiones y poderío de un monstruo que sería causa y efecto tanto de la herida nacional, como del resarcimiento del orgullo colectivo.

Un falso directo: Late Night With the Devil. A lo largo de los últimos años, pocos casos deben haber como el último trabajo de Cameron y Colin Cairnes, en la rapidez con la que se fraguó su estatus “de culto” (casualidad o no, ahí estaba como productor Joel Anderson, autor de Lake Mungo). Desde que se mostrara por primera vez en SXSW y hasta que estallara en Sitges, trascendieron muy pocas imágenes y no muchos más detalles sobre su sinopsis. Un halo de misterio muy en sintonía con la propia propuesta, suerte de revisión de Ghostwatch, escalofriante fenómeno maldito de 1992 de la BBC. Sea como fuere, el enigma tenía que resolverse en la comunión cómplice que siempre provee la audiencia de Sitges, y allí, en efecto, se confirmó que en este curso Australia (cinematografía que también aportó Talk to Me, de los hermanos Philippou) sería nuestra mejor proveedora de películas de terror; de títulos destinados a crecer en la capacidad retro-alimentadora de miedos de la grandes audiencias.

Dos películas muy meta – ex aequo: El asesino / Guardianes de la galaxia Vol. 3. Por último, una pequeña concesión (por partida doble) a uno de mis grandes placeres cinéfilos: las películas que, a través de la ficción o directamente la fantasía, nos hablan de la realidad sobre ellas mismas. Primero, en el caso de David Fincher, tuvimos la historia de un profesional que se enfrentaba a una situación que ya no recordaba: un tropiezo, un “miss shot” [¿‘Mank’?]. A partir de ahí, el hombre intentaría vengar a su pareja maltrecha reputación aferrándose a aquello que había ayudado a forjar su personalidad, su leyenda… aquello que le distinguió del resto: el cumplimiento monacal de un código de trabajo; la fría e infalible perfección como única manera de ejecutar cada uno de sus movimientos. Después, James Gunn se despidió del Marvelverse, ese universo en pleno colapso. Lo hizo a través de la involución (en el mejor de los sentidos) del carácter coral de los anteriores episodios de la saga (de su saga), poniendo el foco en el que, viendo sus orígenes, quedó claro que era su alter ego. Rocket como líder de unos “plague dogs” barnizados con infinitas capas de kitsch digital; como elemento atípico e incontrolable que evidenciaba una voz autoral (la única) destinada a irse de un ecosistema decadente, donde sólo podía oírse la voz desautorizada del Alto Evolucionador [Kevin Feige].