Web del Festival de San Sebastián.

EVA NO DUERME. Pablo Agüero. 85 minutos. Argentina-España-Francia (2015). Con Pepi Monia, Gael García Bernal, Denis Lavant, Imanol Arias.

El luminoso cadáver de Evita Perón es exhumado por dudosas razones en la intermitentemente cautivadora Eva no duerme de Pablo Agüero, un polimórfico estudio de la historia argentina desde la caída del gobierno peronista a mediados de los años 50. El método de Agüero consiste en explorar la persistencia de la iconografía de Perón rastreándola en una serie de dispares momentos de la turbulenta historia política de Argentina, en concierto con el enrevesado peregrinaje del cuerpo embalsamado de Perón primero fuera y luego de vuelta a su tierra. Se trata de una idea relativamente fresca, pero las set pieces varían demasiado –no solo en términos estéticos y de duración, sino también en su calidad– como para cumplir con las aspiraciones de Agüero.

Un monólogo pronunciado por un ingeniero de la guerra sucia, el Almirante Emilio Massera (Gael García Bernal), que marcha portentosamente hacia la cámara en el plano de apertura, nos acerca a la permanencia de Perón como símbolo del poder del pueblo a través de la perspectiva de su archienemigo, un fascista que no quiere otra cosa que enterrarla. Los resoplidos de Bernal sobre “la ídolo pagana que eclipsó a Dios” sientan las bases del film con claridad, aunque también nos introduce en el arriesgado estilo de Agüero, que fluctúa entre la sobreactuada exposición de Bernal sobre imágenes de archivo, sobre unos rígidos dioramas históricos y sobre unos más evocativos tableaux en claroscuro. Denis Lavant sale más airoso de su episodio como un conductor castrense y gruñón –introducido, en carteles a la Tarantino, como “El transportista”– que tiene la misión de mover el cuerpo de Perón fuera del país bajo fuego enemigo. La clausura del film –una verborreica obra en un acto que presenta el interrogatorio de un general caído a manos de una joven doble de Perón– no está a la altura de la afirmación, pronunciada por el comunista interrogado, de que “esto no es una lección de historia”. Angelo Muredda (en colaboración con Cinema-Scope).

Federico Veiroj

EL APÓSTATA. Federico Veiroj. 80 minutos. España-Francia-Uruguay (2015). Con Álvaro Ogalla, Bárbara Lennie, Vicky Peña, Marta Larralde.

La vida útil (Federico Veiroj, 2010) –en la que un programador de mediana edad se descubría desempleado tras el cierre de la filmoteca de Montevideo– consideraba una existencia post-cinematográfica y decidía que aquello ya estaba bien. Sin embargo, la irreverencia de la película respecto a su propio medio era socavada por una elegancia formal y un sentido lúdico que presentaba el cine como algo muy vivo. La nueva película del director uruguayo, ambientada en Madrid, invoca una ambivalencia similar hacia otra institución cultural caída en desgracia: la Iglesia Católica.

El greñudo y atractivo protagonista del film de Veiroj, Gonzalo Tamayo (Álvaro Ogalla), parece haber completado o resuelto poca cosa en sus 30 y pico años sobre la faz de la Tierra. Ha estado en la universidad por muchos años, pero sin una trayectoria académica que lo pruebe. Pasa los días trajinando libros y discos, o disfrutando de ensoñaciones cargadas de erotismos. Como cuando era niño, sigue deseando de forma irracional a su prima. El único objetivo en la vida de Gonzalo que parece merecer su atención y esfuerzo es conseguir desaparecer de los archivos bautismales de la Iglesia. Más que añadir algo a su currículum, Gonzalo prefiere borrar una parte del mismo.

A medida que este proceso se va transformando en una batalla quijotesca contra una burocracia arcaica –que a veces parece análoga a la lucha contemporánea contra los Big Data–, la Iglesia se cierne contra la conciencia de Gonzalo con un gran poder estético e intelectual: incluso cuando el protagonista parece haber triunfado en su liberación burocrática, este se descubre representando un viejo ritual según los parámetros dictados por la Iglesia. Con un sentido discreto de la comedia que se refleja en un trabajo de cámara que recuerda al cine de Oliveira, El apóstata conjuga un sentido del juego y la maravilla que se balancea en el límite de lo devocional. José Teodoro (en colaboración con Cinema-Scope).

high-rise

HIGH-RISE. Ben Wheatley. 112 minutos. Reino Unido (2015). Con Tom Hiddleston, Sienna Miller, Jeremy Irons, Luke Evans, Elisabeth Moss.

Esta adaptación de la sediciosa novela de J. G. Ballard representa un salto de ambiciones de una magnitud inimaginable en la carrera de Ben Wheatley (Kill List, Turistas), que ingresa en otra liga, determinado a medirse con los más grandes, como cuando Fellini hizo La dolce cita o Scorsese filmó Taxi Driver. Excesiva, brutal y barroca, protagonizada por un Tom Hiddleston en la piel del respetable doctor Robert Laing, que busca el anonimato en un rascacielos de lujo, High-Rise es tan condenadamente fiel a la locura enfermiza y el ácido subtexto político de la fábula ballardiana sobre la lucha de clases que nos invita a preguntarnos de nuevo sobre la complejidad del proceso de adaptación a la pantalla. En el caso del inadaptable Ballard –que se lo pregunten a David Cronenberg–, dicha complejidad emerge una y otra vez como la expresión sofisticada del relato moderno, con su naturaleza abstracta, intuitiva y visceral. El sexo y la violencia, el discurso nihilista y el pesimismo respecto a la condición humana, entendida como una especie esencialmente depredadora (y hedonista), ocupa el primer plano de una película incontrolable y feroz que no se debe nunca a la historia que nos cuenta (o que debemos intuir que nos cuenta), sino al inclemente sentimiento de extravío moral que corre por sus venas.

En la visión de la era pre-Tatcher que Ballard imaginó y que Wheatley pone en forma reconocemos una visión exagerada y sin aparentes límites de los años setenta, si bien la estilización de la época no hace más que remitirnos a un cierto porvenir, o quizá a un presente en que el capitalismo ha vencido todas las batallas posibles. La parábola que pone en marcha el filme es una suerte de fantasmagoría tan real como lo era La naranja mecánica de Kubrick, sin duda uno de los referentes explicitados en el filme, cuyo fascinante diseño visual también se hermana con las abstracciones arquitectónicas de Antonioni y de Godard, o con la bilis filosófica de Pasolini y Cronenberg. Así, desde su devastación cómica y energía pesadillesca, High-Rise emerge como una extraordinaria conquista cinematográfica. Carlos Reviriego (crítica completa en Otros Cines Europa).

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SUNSET SONG. Terence Davies. 135 minutos. Reino Unido-Luxemburgo (2015). Con Peter Mullan, Agyness Deyn, Kevin Guthrie.

Sunset Song no solo es la película menos estimable del autor de Voces distantes, también es el único de sus trabajos manifiestamente fallido. Y eso que en ella son perfectamente identificables sus temas predilectos: la brutalidad de un padre que propina palizas a su esposa y sus hijos (la propia, devastadora experiencia infantil de Davies), el elogio de la fuerza femenina y el amor maternal, o la sublimación romántica de la llama amorosa. Sunset Song traslada al cine la novela homónima del autor escocés Lewis Grassic Gibbon, publicada en 1932, y que narra la crónica de supervivencia y la batalla por la dignidad de Chris Guthrie (interpretada por la modelo Agyness Deyn), una joven mujer que crece bajo la tiranía y la brutalidad paterna. En conjunto, la película se revela extrañamente irregular. La prodigiosa secuencia de una boda en la que los invitados cantan y desaparecen de la pantalla como si fueran espectros difícilmente puede convivir con escenas sobreactuadas dramáticamente o con unas figuras humanas que no terminan de integrarse en el paisajismo pictórico del filme. Intuimos en todo momento las verdades profundas sobre el corazón humano volcadas en la tragedia, intuimos también los sentimientos y las emociones vinculadas al paso del tiempo que pretende evocar Davies desde la belleza visual y las elipsis narrativas, pero simplemente no las sentimos.

La suma de las partes de Sunset Song se resiente de la escalada épica del relato, que devora el pulso poético y el carácter esencialmente íntimo del cine de Davies. Más que devorarlo, impide que florezca con naturalidad, y allí donde la emoción era tremendamente orgánica en sus obras más memorables, aquí –en su película de corte más clásico– parece condenada a imponerse desde fuera, sin el sustrato poético de su inimitable talento para hallar la transición precisa y significativa entre planos, las inclinaciones de luz más expresivas, el ritmo o el tono adecuados a cada secuencia, la inventiva formal con la que ha convocado tantas emociones perdurables y devastadoras. Carlos Reviriego (crítica completa en Otros Cines Europa).

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LES CHEVALIERS BLANCS. Joaquim Lafosse. 112 minutos. Bélgica-Francia (2015). Con Vincent Lindon, Louise Bourgoin, Valérie Donzelli, Reda Kateb.

Todo lo que incumbe a esta crónica verídica de una trama organizada por cooperantes humanitarios franceses para transportar a huérfanos africanos hasta parejas adoptivas dispuestas a pagar –bajo la apariencia de una ONG ficticia centrada en la mejora de sistemas educativos– es escrupulosamente realista. Y las preguntas que plantea sobre el altruismo occidental en el tercer mundo son pertinentes y en proporción a la historia que cuenta. Empezando por el terco y metomentodo Jacques al que da vida Vincent Lindon, un hombre de principios selectivos, a todos los personajes se les permite tener defectos sin que los cineastas los condenen por ello. Cuando el grupo habla y discute sobre el sentido de su misión, se escucha un ruido honesto y cacofónico en lugar de un conteo de puntos retóricos.

Por desgracia, ese mismo deseo de presentar todas las caras del problema resulta en una película tan equilibrada que casi se neutraliza a sí misma dramáticamente –con la subsiguiente dosis de “toques álgidos” que deben tensar el relato–. A ratos, el director Joaquim Lafosse recurre al lenguaje visual y aural de los thrillers (veloces cortes de montaje y aporreo percusivo) para dar forma a una película que lidia principalmente con luchas interiores. Mientras, la mejor idea del guión –la inclusión de una periodista (Valérie Donzelli) que se ve implicada en la trama mientras intenta protegerse con su cámara de video– no se exprime lo suficiente como para otorgar al film un forma persuasivamente auto-reflexiva. A la postre, la película es absorbida por los mismos mecanismos de película-de-suspense que guiaban Argo de Ben Affleck, incluida una escena climática de persecución. Y mientras que todo es llevado a cabo de forma convincente y sin obvios clichés, la impresión final es la de un film que evita las malas elecciones sin ofrecer nada sustancial a cambio. Adam Nyman (en colaboración con Cinema-Scope).