Víctor Esquirol (Festival de Sevilla)

Llego al hotel donde voy a alojarme durante la próxima semana y, sin apenas tiempo para dejar el DNI en recepción, me doy de bruces con una imagen que ya casi justifica todo el viaje. En un rincón del hall, Elena López Riera (ni más ni menos) se levanta del sofá en el que estaba sentada y pide a un grupo de personas que pasaba por ahí que, por favor, bajen el volumen de su charla. Resulta que la directora alicantina está al mando de un encuentro de prensa con Nicolas Philibert (ni más ni menos), y a las labores de moderación, debe sumar las de traducción. Una suma reconcentrada de compromisos y estímulos que sirve a la perfección para sintetizar, en apenas dos metros cuadrados, la propuesta de todos los certámenes cinematográficos del mundo.

Acabo de llegar a Sevilla. Mi primera aventura en el Festival de Cine Europeo empieza con las lecciones de Monsieur Philibert, quien añade calma, humildad y humanidad a la escena. “Intento que mi cine nos ayude a distinguir entre la comunidad y la colectividad; entre lo que está cerrado y lo que está abierto”, dice el hombre, a razón de la presentación de su nuevo trabajo, De chaque instant. En él, y con la excusa de seguir los primeros pasos profesionales de una promoción de enfermeros, vuelve a acercar su cine al del maestro documentalista Frederick Wiseman (como ya sucediera, por ejemplo, en La maison de la radio). En esta película desaparece, siempre en el plano literal, la voz del director; también cualquier otro recurso “en off” que haga callar lo que más importa: el testimonio de los protagonistas. Tan sencillo y, a la vez, tan fácil de olvidar. Sigue el encuentro; siguen las traducciones: “Creo en el acto de escuchar como parte fundamental de toda terapia”. Philibert en estado puro: “Creo en el cine como punto de encuentro”. Y en efecto, a esto vinimos. Termina el encuentro, me instalo, saludo a las caras conocidas del ecosistema festivalero y empiezo mi primera ronda sevillana.

El programa doble de hoy empieza con Oscuro y lucientes, de Samuel Alarcón, una película en la que el encuentro prometido se transforma en reencuentro, y éste en hallazgo, tan increíble como la vida misma. El nuevo largometraje del director madrileño se sitúa, sobre el papel, en las antípodas de la transparencia de Philibert o Wiseman. Aquí, el artificio cinematográfico se usa como herramienta igualmente legítima para llegara una verdad sin lugar a dudas esquiva. Estamos ahora mucho más cerca de las enseñanzas de, pongamos, Chris Marker. El caso es que si con Philibert se creía en la crudeza para alcanzar la pureza, con Alarcón el artificio nos acerca a la resolución de un misterio histórico empeñado en demostrar que la realidad supera a la ficción. La estrategia tiene coartada, y que nadie se pelee, pues tanto en un caso como en el otro hay prácticamente la misma intención política. Mientras nuestra clase gobernante se debate entre exhumar y/o venerar los restos mortales del Generalísimo, el teleobjetivo de Alarcón apunta fijamente hacia una estatua cuyo propósito es el de magnificar, y de qué manera, la cabeza de un ilustre pintor. Hay relación entre una cosa y la otra, sí. Durante la celebración de las fiestas de San Iisdro, niños y niñas, jóvenes y ancianos, resucitan épocas pretéritas a través del vestuario, y del cumplimiento de unas costumbres que sobreviven al paso del tiempo. Lo llaman liturgia.

Imágenes actuales, que podrían haberse tomado hace tan solo unos pocos meses, pero que inevitablemente nos remiten, como ya he dicho, a un pasado mucho más remoto. La confrontación temporal tiene como juez el ceño fruncido (y pétreo) de Francisco de Goya, pilar maestro del imaginario colectivo que esconde, no obstante, una historia oculta y, desde luego, oscura. Grosso modo, esa filia tan del séptimo arte por profanar tumbas (preguntemos a Murnau) nos lleva ahora al increíble-pero-cierto caso del cráneo desaparecido del célebre pintor. Alarcón en Burdeos. Ahí, en la ciudad que vio morir al artista aragonés, el director invoca situaciones que, pasadas por su filtro, pueden ayudar a resolver la engorrosa inecuación del cuerpo sin cabeza. Ahí entra la inconfundible voz de Féodor Atkine, omnipresente en la modulación de este cuento de hadas con filia por los relatos detectivescos. Cine de época que esquiva, de manera muy grácil, el (costoso) peaje de la ambientación. Así, escenas cotidianas carentes de sentido, adquieren el estatus de piezas imprescindibles para resolver el rompecabezas. En los primeros compases, Oscuro y lucientes nos invita a remover la tierra desde el hoy para resolver el ayer. Y de vuelta a España, donde por lo visto (aunque ya lo sabíamos) queda mucho por cavar. En el plano físico, Samuel Alarcón nos recuerda al Mike Flanagan que está haciendo fortuna con las series: los gestos y las frases más banales (siempre en apariencia) son claves visuales para unir el antes con el ahora. Una cosa, nos guste o no, no existe sin la otra.

En lo espiritual, habría que darle la razón al Gustavo Salmerón director. La memoria histórica (ese problema), al menos en esta península, parece que sólo pueda resolverse a través del cine de género. Si las vértebras perdidas de Julita en Muchos hijos, un mono y un castillo convertían el asunto en una comedia macabro-costumbrista, aquí sucede lo mismo, pero con un ejercicio de intriga que tampoco siente alergia alguna por la risa. El affair de la calavera se convierte pues en una ingeniosa investigación en la que la comedia cae por la gravedad tanto de la materia tratada como de los sucesos que de ella se derivan, en lo que sólo puede definirse como una celebración de esa actitud (¿vital?) tan quintaesencialmente española. Goya, artista peleado con las corrientes políticas y tradiciones de su época, se exilió… y murió. Entre un punto y el otro, vio y pintó aquelarres y perdió la cabeza. Te tienes que reír. Más aún cuando te das cuenta de que Alarcón, siempre con la inestimable colaboración de Atkine, ha convertido a la pintura, a la fotografía y al cine en cómplices necesarios de la misma trama criminal. Llegados aquí, se permite hasta falsear pruebas. El arte, en todas sus formas, nos libra de la ignorancia y nos muestra la verdad… aunque por el camino dirija nuestra mirada hacia alguna que otra mentira.

Y ahí mismo se van nuestros ojos, hacia un mundo que (lo grita nuestro cerebro) no puede ser real. La presentación de la siguiente película fue, de hecho, un exquisito aperitivo surrealista. La proximidad del estadio Ramón Sánchez-Pizjuán a las salas del festival hizo que el director, supuesto protagonista del momento, tuviese que interrumpir su discurso en más de una ocasión. Los gritos de la afición local iban in crescendo por las perspectivas de remontada épica… a lo que Víctor Moreno sólo pudo contestar con una sonrisa amistosa, y con el tímido deseo de que al equipo entrenado por Pablo Machín no se le ocurriera marcar durante la proyección.

Lo mejor es que, como cabía esperar, llegaron los goles… y ni nos enteramos. Teníamos el terreno de juego literalmente a tiro de piedra, pero a efectos prácticos, era como si estuviéramos a años luz. La ciudad oculta se sumó a los logros de Samuel Alarcón y nos inhumó a todos. Después de Edificio España, el director tinerfeño mira hacia abajo, y se sumerge en las entrañas de la bestia. Su nuevo documental se traduce, no en vano, en casi hora y media de odisea alucinada (y a ratos alucinante) por los túneles, alcantarillas y otras arterias que articulan el submundo de Madrid. Ahí donde nunca ha llegado la luz natural, toma la iniciativa lo artificial. El ojo humano se convierte en cámara táctica y de seguridad en un híbrido cinematográfico extraño, tanto como el universo en el que se mueve. Miramos hacia arriba, por aquello de no perder la fe, y nos maravillamos ante la gran bóveda celestial, la cual luce una noche estrellada para enmarcar… solo que en realidad estamos en una ábside minúscula, cuyo techo está cubierto por una sustancia igualmente inquietante.

El cine, como con los hermanos Lumière, sirve para acercarnos a mundos lejanos… ¿imposibles? Pero aquí la fascinación exótica se convierte a ratos en puro horror doméstico. La no-ficción vuelve a abrazar al género. De repente, las tuberías mutan en tentáculos que nos remiten a aquellas escalofriantes construcciones de H.R. Giger (todo esto, repito, debajo de nuestros pies); por su parte, el ruido que emana de las grandes excavadoras se confunde con algo que podría ser la banda sonora terrorífica definitiva. El conjunto no llega (porque tampoco lo busca) a la perfección formal enfermiza de la prima-hermana Dead Slow Ahead, de Mauro Herce, pero sí comparte con ella la voluntad de dejarse arrastrar por lo sensorial, así como el firme convencimiento de que la toma perfecta no es necesariamente la más clara, sino la que mejor ilustra la sensación más desesperante. Esto es, verse superado por el escenario.

Planos cortados para ver la imagen general; sonidos magnificados por miedo a lo que pueda ocultar ese silencio. Esa oscuridad. Al final, La ciudad oculta llega a las mismas conclusiones que Herce, y parece querer indicarnos hacia dónde nos estamos dirigiendo como especie. Nos miramos al espejo y parecemos extraterrestres. Algunos, no sin razón, prefirieren apuntar a aquel Terry Gilliam que, no lo olvidemos, revisionaba a Chris Marker. Y sí, ahí mismo terminamos. El Pizjuán estalló, y ni lo oímos.