Fernando Bernal (San Sebastián)

“Tarde o temprano, toda imagen alberga fantasmas, eso es lo que a mí me da miedo”. Esta reflexión que realiza el cineasta Sergio Oksman en Una película de miedo vertebra su quinto largometraje, que inaugura la sección Zabaltegi-Tabakalera, el espacio que el Festival de San Sebastián reserva a las propuesta más heterodoxas y plurales dentro del certamen. Y es que la nueva obra del director del corto Una historia para los Modlins (2012) alberga una de sus claves de análisis precisamente en su voluntaria indefinición, lo que caracteriza la filmografía del hispano-brasileño a la hora de situarse en un lugar difuso entre la realidad y la ficción –o mejor dicho, lo recreado–, solidificando distintos formatos para conformar una obra reflexiva y original, que acierta a transmitir tanto la intimidad de los sentimientos como la pasión y la necesidad de narrar.

Retomando en muchos sentidos la madeja de la filmación autobiografía que desenredaba en O futebol (2015), Oksman vuelve a situarse delante de la cámara, esta vez en compañía de su hijo de 12 años, para narrar unas vacaciones de verano que ambos pasaron juntos en Portugal. Por un lado, está la pasión del niño por las historias de fantasmas y por los clásicos del cine de terror, y por otro, la invitación de un amigo para que pasen juntos una temporada en un hotel abandonado en Lisboa, que guarda muchas similitudes con el mítico Overlook donde transcurría El resplandor (1980), de Stanley Kubrick. Lo que en un principio cobra la forma de un diario fílmico –como si se tratara un intento de reproducir una grabación familiar canónica, que funcionara como un recuerdo del período estival– se convierte en una película sobre las distintas formas en las que puede materializarse el miedo, cuando el autor descubre que “cada uno de aquellos planos es el material en bruto para una película, pero, sobre todo, el registro del último verano de la infancia de mi hijo”.

En un primer inserto en la diégesis del relato, Oksman rescata material inédito del proyecto de O futebol, y recupera la llamada que hizo a su padre un año antes de filmar esa película, después de casi veinte años sin verse. Ahora él se acaba de separar y le interesa indagar en la maldición del abandono que persigue a su familia, primero a través de su abuelo y luego de su progenitor. Es una forma de retomar aquella historia que filmó durante el Mundial de Brasil de 2014 en compañía de su padre, y con el fútbol como coartada sentimental, en la que el azar y la vida irrumpían incontrolables y modificaban el camino previsto para la narración. Pero, al mismo tiempo, la película continúa incesantemente planteando puntos de fuga y partículas narrativas que se asocian hasta conformar el molde definitivo del relato, y convertirse, complementariamente, en un remate imparable de O futebol.

En esta ocasión, y como un fulgor, entran a formar parte del relato un proyecto documental frustrado del propio Oksman a propósito de un asesino en serie de mediados del siglo XIX, Diogo Alves, sobre el que se realizó la primera película de ficción del cine portugués; también viejas imágenes de archivo rodadas por sus abuelos en su vuelta desde Brasilia a Lisboa, o un momento de metaficción, en el que el director desmonta frente al espectador el dispositivo orquestado para rodar su propia película. Todo para responder a sus propios interrogantes, saber si él finalmente se acabara pareciendo a su padre y a su abuelo, o descubrir si puede capturar con su cámara una señal de miedo en el rostro de su propio hijo, mientras contempla inmutable, y sin atisbo de pavor, por primera vez El resplandor. Un gesto emotivo (y de profundo calado fílmico) que cobra sentido en una película que respira humanidad y cinefilia a un mismo tiempo.