Carlota Moseguí

La sobresaliente El mar la mar se abre con una composición abstracta de líneas horizontales de colores verdosos que rompen el negro de la pantalla. Poco a poco, las líneas que protagonizan esas imágenes en 16mm (digitalizado) se irán expandiendo, revelando aquello que representan. Se trata de un paisaje arbolado que parece moverse porque la cámara que lo filma está situada en el interior de un tren que avanza a gran velocidad. De hecho, el contraste del color negro de unos barrotes de la ventana del vagón era lo que convertía esa bella vista en una abstracción hipnótica durante los primeros minutos de la cinta. Este tipo de acercamiento al paisaje cual trampantojo se repite constantemente en el film rodado a cuatro manos por el estadounidense J. P. Sniadecki y el canadiense Joshua Bonnetta. Los directores de El mar la mar inmortalizan todo aquello que acontece en secreto en el Desierto de Sonora mediante un lenguaje único, que se sitúa a camino del videoensayo y la poesía.

La película especula sobre la existencia de los mexicanos que sacrifican su vida para llegar a Estados Unidos ilegalmente atravesando ese desierto. Y decimos ‘especula’ porque en ningún momento veremos a un solo ser humano llevando a cabo dicha travesía. Sniadecki y Bonnetta denuncian esa realidad reuniendo todo tipo de pruebas: desde voces de testimonios sin rostro –vecinos o gente que se ofrece voluntaria para ayudarlos a cruzar– hasta fotografías de pasaportes, u otros objetos personales olvidados por el camino. El mar la mar es el resultado de una suma de evidencias de una tragedia impronunciable, además de una aproximación abstracta al paisaje. En conjunto, estamos ante una exploración política y plástica que, sin dejar de resultar doliente, transforma ese territorio pesadillesco en una hermosa alucinación de luces y colores.

Al igual que los mártires invisibles de la película de Sniadecki y Bonnetta, el mar de El mar nos mira de lejos –título inspirado en un verso de Rafael Alberti– nunca aparecerá ante nosotros. Un fuera de campo que opera de manera singular en el debut del español Manuel Muñoz Rivas, donde el mar es mucho más que un elemento omnipresente. Esta ópera prima se ocupa de una ciudad mitológica, de la que todavía no se han descubierto sus coordenadas exactas. Únicamente sabemos que se sitúa en alguna parte de Andalucía, y que los griegos accedían a ella cruzando el mar. Cuenta la leyenda que Tartessos fue la primera civilización de Occidente. Según la voz en off de El mar nos mira de lejos, varias expediciones de arqueólogos se han acercado a un pueblo costero español en busca de respuestas. Desengañados, todos han abandonado el lugar días después, tras no encontrar aquello que buscaban.

Sin embargo, esa localidad andaluza que arrebata la fe a todo arqueólogo y explorador no es un lugar despoblado. La zona está habitada por unos pocos hombres, probablemente guardianes inconscientes de ese lugar sacro sumergido bajo las dunas. Un viejo pescador, su ayudante, o la chica de la que está enamorado en secreto este último son algunos de los afortunados portadores del secreto. La cámara de Muñoz Rivas –editor de films como Dead Slow Ahead, Slimane o Arraianos– acompaña a sus personajes en sus cotidianas caminatas por la playa, por el desierto, en alta mar o en el interior de sus casas, tratando de llegar a Tartassos a través de ellos. Como si ese pasado milenario tan sólo les perteneciera a quienes lo habitan en el presente.