¿Puede la inexpresividad devenir una forma elocuente de expresión actoral? Este interrogante, convertido en genial intuición, guio seguramente la elección de Robert Pattinson como protagonista de Cosmopolis (2012), la adaptación de la novela homónima de Don DeLillo dirigida por David Cronenberg. En las últimas páginas de su cruda disección de la debacle existencial del multimillonario Eric Packer, el autor de Libra describía así la ambición de su protagonista: “Siempre había tenido la aspiración de convertirse en polvillo cuántico, de trascender su masa corporal (…). La idea consistía en vivir más allá de los límites asignados, en un chip, en un disco, mera colección de datos”. Por su parte, Cronenberg ya había especulado, en eXistenZ (1999), con la posibilidad de convertir a sus personajes en entes entregados a la virtualidad, en “fantasmas en el cascarón” de una existencia extracorpórea, en el límite entre la realidad y la fantasía. Sin embargo, para su austera y esencialista adaptación de Cosmópolis –casi una “película hablada”, en la tradición de Manoel de Oliveira; cabe recordar que el film fue producido por Paulo Branco–, Cronenberg decidió desmarcarse de la representación del cuerpo como interfaz húmeda: la nueva carne debía convertirse en una no-carne. ¿Pero puede un cuerpo humano llegar a desencarnarse? ¿Puede un rostro convertirse en un almacén de datos, en un disco duro de ideas y palabras? Para responder a este desafío conceptual, el director de Videodrome (1983) halló su respuesta en un semblante pétreo, alelado, sumido en la anestesia emocional: el rostro de Robert Pattinson, por aquel entonces el actor más inexpresivo del Planeta Cine, el vampiro desapasionado de la saga Crepúsculo (2008-2012).

El protagonista de Cosmopolis siente que su lugar en el mundo radica en la frontera intangible entre la tecnología y el capital, un territorio en el que no hay lugar para el gesto afectivo. Para representar este vacío abismal, este lacerante estado de deshumanización, Pattinson, guiado por Cronenberg, se dispuso a asordinar, aún más si cabe, la ya desvaída expresividad del vampiro posadolescente de Crepúsculo, un proceso de abstracción que convirtió el rostro del actor de 26 años en una especie de equivalente humano de los cuadros de Mark Rothko que ambicionaba adquirir el avaricioso Eric Packer. Siguiendo al pie de la letra la novela de DeLillo, Pattinson se presenta ante el espectador como una esfinge pálida e impasible que se esconde tras unas impenetrables gafas de sol –“no sabía que tenías los ojos azules”, le espeta su joven esposa (Sarah Gadon)–. Ya sin su escudo ocular, el actor esquiva la mirada de sus interlocutores, a los que somete con su altivez impasible mientras recita desalmados sermones neocapitalistas con un estilo declamativo. Pocas veces un intérprete anglosajón se ha aproximado de un modo tan radical a la noción de la página en blanco gestual. Más allá de la comedia deadpan, solo el dúo que formaron James Taylor y Dennis Wilson en Carretera asfaltada en dos direcciones (1971) se acercó con tanto ahínco al ideal anti-psicológico de los modelos bressonianos, mientras que Jean Seberg y la inolvidable Barbara Loden de Wanda (1970) erigieron singulares himnos al hermetismo gestual.

Pese a la compacta labor de Pattinson en torno a la inmutabilidad, el protagonista de Cosmopolis es “víctima” de un anhelo recurrente que le llevará a poner en movimiento su inflexible semblante: el deseo de comer. Tras un fortuito encuentro con su esposa por las calles de Manhattan (en realidad Toronto, donde se filmó el film), Packer la invita a desayunar con una de sus frías aseveraciones: “me apetece algo grueso y masticable”. Sentado en un bar neoyorquino, Packer-Pattinson masca su imponente desayuno americano de forma mecánica, voraz, omnívora, mientras pronuncia comentarios impropios sobre los erguidos pechos de la madre de su compañera. La desconexión de Packer con el mundo físico y con las más elementales leyes de la cortesía y el respeto resulta flagrante; su último y quebradizo nexo con lo real lo sostienen las necesidades más primarias. Así, la escena del incómodo y tenso diálogo matrimonial, o la imagen de Pattinson devorando cacahuetes mientras estudia entre fascinado y desdeñoso el movimiento de unos índices bursátiles, traen a la memoria un pasaje de la gran crítica de Taxi Driver (1976) que Manny Farber escribió para la revista Film Comment: “(Robert de Niro) Es muy bueno (…) invocando una introversión patética: un hombre mirando la televisión en trance y comiendo sin mirar la comida, transmitiendo una tensa represión”. Una descripción analítica del trabajo actoral de De Niro que el crítico de Arizona completaba con una observación sagaz sobre el film de Scorsese, que podría extenderse a la mayoría de radiografías urbanitas del cine contemporáneo: “El film sabe capturar el sentido de la parálisis moderna, gente debatiéndose enérgicamente, pero sin moverse un centímetro (‘doce horas conduciendo un taxi y todavía no consigo dormir’)”.

En otra de las escenas capitales de Cosmopolis, Packer-Pattinson mastica de forma maquinal un sándwich mientras su “jefa de teoría” vomita una cínica perorata sobre la banalidad del activismo antisistema y la hipnótica velocidad de la vida contemporánea: “Mira cómo pasan esos números. El dinero crea el tiempo. Solía ser al revés. El reloj aceleró el auge del capitalismo”. Entre la prédica teórica de esta reina del coaching empresarial (interpretada por Samantha Morton), se cuela una observación tintada de reflexión metalingüística: “El dinero ha perdido su narratividad, como ocurrió con la pintura”. ¿De qué fenómeno anti-narrativo habla aquí la filósofa? ¿Se refiere a la falta de rumbo y sentido de las sociedades neocapitalistas o a la propia película de Cronenberg, que en su afán por mantenerse fiel al texto de DeLillo se acaba asemejando más a un ensayo sociológico que a un film narrativo? De lo que no cabe duda es de que, a falta de una narración clásica –la película se limita a seguir el tránsito de la limusina del protagonista por un Manhattan azotado por un alzamiento antisistema–, Cosmopolis se aferra a las palabras y los escasos gestos de su protagonista, encarnado por un Pattinson que hace gala de uno de sus talentos más singulares: la representación de una cierta ambigüedad, alimentada por contradicciones subterráneas o evidentes.

En un fragmento revelador de Cosmópolis, la novela, DeLillo atiende a la admiración que despierta en el protagonista una hilera de limusinas blancas: “Le agradó el detalle de que todos los automóviles fueran indiscernibles entre sí. Deseaba un vehículo como ese por pensar que era una réplica platónica, (…) no tanto un objeto cuanto una idea. Pero bien sabía que no era verdad. Era algo que decía por causar cierto efecto, sin creérselo siquiera un solo instante. (…) Deseaba el automóvil no solo por su tamaño descomunal, sino también porque lo era de un modo agresivo y despectivo, metastásico”. La tensión esgrimida por DeLillo –entre la siniestra utopía de abstracción total y la incuestionable gravedad de la realidad tangible– puede extenderse no solo al trabajo de Pattinson en Cosmopolis sino a toda su filmografía. Estamos ante un actor particularmente dotado para la invocación simultánea de tesis y antítesis, paradojas que emergen de la colisión entre una gestualidad opaca, aparentemente vaciada, y la clara delineación de una identidad bien perfilada, en la que resuenan de forma transparente tanto los ecos de verdades existenciales profundas como el reflejo siniestro de la realidad contemporánea. En la larga secuencia final de Cosmopolis, cuando el todopoderoso Eric Peckar se enfrenta a su apocado antagonista, el cara a cara se resuelve con el “fracasado” Benno Levin (Paul Giamatti) diseccionando la esencia del arquetipo pattersoniano: “Tu vida entera no es más que una contradicción”.

En Cosmopolis, el personaje interpretado por Pattinson es presentado como una figura inexpresiva, esterilizada, perfecta: una belleza apolínea que aspira a disolverse en el amasijo de datos que da forma a la aberrante no-realidad neocapitalista. Sin embargo, a través de su entrega a los impulsos más primitivos –comer, practicar el sexo, buscar el abrigo táctil de entes protectores (su peluquero, su guardaespaldas, su chófer)–, el actor logra expresar la condición doliente de un ser humano. La contradicción fulgura de manera poderosa porque los términos de la paradoja no llegan a anularse mutuamente. Hasta la última escena, Pattinson conserva su semblante pasmado, absorto, pero a medida que avanza la película, la gestualidad aturdida del actor va dejando entrever un pozo de melancolía velada. A la postre, el arte de Pattinson se sostiene sobre la posibilidad de una existencia ambigua, no del todo definida, nunca unívoca. En la saga Crepúsculo, el actor acabó con la lascivia del imaginario vampírico para dar cuerpo a una criatura aséptica. En Cosmopolis, le descubrimos como un lobo de Wall Street que entierra su avaricia bajo una absurda colección de gestos autodestructivos. En The Rover (2014) de David Michôd, Pattinson encarnó a un joven devoto e inocente que, sin embargo, manejaba un revolver con la soltura de los gánsteres de Martin Scorsese. En Good Time (2017) de Ben y Joshua Safdie, el actor londinense dio vida a su creación más lograda: un maleante manipulador que escondía, tras su máscara de oportunista, a un hombre capaz de sacrificarlo todo por su hermano. En High Life (2018) de Claire Denis, fue un asesino condenado a muerte que llevaba en su interior a un padrazo de bandera. Y, por último, en El faro (2019) de Robert Eggers, jugó a ser un noble maderero que, en realidad, escondía un torrente de mala conciencia provocada por un asesinato involuntario. En definitiva, la carrera de Pattinson regresa una y otra vez a la encrucijada de la nobleza corrompida, de la inocencia malograda, o también de la perversidad redimida por un último destello de humanidad.

Ante el consistente trabajo de Pattinson en torno a una cierta ambigüedad moral revestida de impenetrabilidad, y teniendo en consideración su inquebrantable estrellato –tras convertirse en un icono del cine de autor, ha regresado al cine popular con Tenet (2020) y será el próximo Batman de DC Films y Warner Bros–, cabría preguntarse si el talante hermético del actor británico es sintomático de alguna tendencia actoral contemporánea. Revisando el panorama actual, es posible hallar indicios de opacidad y ambigüedad en intérpretes como Kristen Stewart (nacida en 1990), Rooney Mara (1985), Dane DeHaan (1986), Nicholas Hoult (1989), Emma Watson (1990), Cara Delevigne (1992), Anya Taylor-Joy (1996) y, en menor medida, en Timothée Chalamet (1995), que estaría a punto de quedar fuera de este selecto club de impávidos por culpa de un exceso de expresividad. La cohesión estilística de este grupo de actores y actrices se hace evidente cuando se les compara con los otros grandes intérpretes de su generación: Michael B. Jordan (1987) emerge como una figura demasiado íntegra y noble, a la estela de iconos afroamericanos como Sidney Poitier y Denzel Washington; Saoirse Ronan (1994) se desenvuelve por el registro dramático con la determinación de una diva post-clásica, con el referente de Meryl Streep en el horizonte; mientras que Emma Stone (1988) y Margot Robbie (1990) arrastran el brillo exuberante y atemporal de las stars del viejo Hollywood, como demostraron, respectivamente, en La ciudad de las estrellas (2016) y Érase una vez en… Hollywood (2019).

En la época actual, marcada por el desconcierto provocado por un mundo cada vez más críptico y desarraigado de la realidad física, parece casi natural que haya florecido una estirpe de jóvenes intérpretes que han dado la espalda a la transparencia emocional. Preguntado, en la revista Film Comment, acerca de la esencia de sus personajes, Pattinson hallaba “ciertos elementos en común en algunos de ellos. Por mis intereses y mis experiencias, tiendo a sentirme un poco desapegado de la realidad. Creo que esto se percibe en Cosmopolis y en Good Time. La sensación de querer poner lo pies en la tierra, pero descubrir que no estás viviendo en la realidad. Estos personajes dan vueltas en espiral cada vez más lejos de la órbita terrestre”. Esta apuesta por la impenetrabilidad, el desconcierto y el misterio tiene como principales portavoces a Pattinson y a Kristen Stewart, que compartieron reinado popular en la saga Crepúsculo. Y, mientras Pattinson conquistó el zeitgeist de inicios del siglo XXI con Cosmopolis y Good Time, Stewart hizo lo propio en la enigmática Personal Shopper (2016) de Olivier Assayas, donde la actriz puso su introspección afectada y su inexpresividad resonante al servicio de la disección de un mundo extraviado entre la superficialidad de la sociedad de consumo y un embarullado anhelo de espiritualidad. En todo caso, la dupla triunfal que forman Pattinson y Stewart en la cumbre de la interpretación más inescrutable perfila dos estrategias casi opuestas en la representación de un mundo a la deriva. Si Stewart se decanta por la vía de la sofisticación –a través de una extrema autoconsciencia de su condición icónica–, Pattinson se decanta por el camino del primitivismo.

Escondido tras su mirada taciturna, Pattinson suele encarnar a hombres de pocas luces, criaturas atolondradas que se limitan a vagar por su patética existencia recibiendo órdenes –de los personajes de Willem Dafoe y Juliette Binoche en El faro y High Life– o respondiendo de manera instintiva, primaria, a circunstancias que no consiguen controlar, como en The Rover y Good Time. En este sentido, el sabelotodo, arrogante y locuaz protagonista de Cosmopolis sería la excepción que confirmaría la regla simplona de los personajes pattersonianos, que suelen inclinarse hacia un laconismo embobado. Recorriendo en coche una Australia posapocalíptica, el balbuceante coprotagonista de The Rover –un joven con retraso mental al que Pattinson suministra un histriónico amasijo de tics– aprovecha una pausa en la espiral homicida en la que se halla inmerso para confesarse ante su compañero de travesía: “Me siento cómodo cuando estoy en silencio”. Deambulando (en Cosmopolis), dando tumbos (en Good Time y The Rover) o vegetando (en High Life) por unos mundos decadentes, sumidos en el colapso social, la figura de Pattinson emerge como el objeto de una aciaga cadena de circunstancias y acontecimientos, nunca como un sujeto dotado de verdadera conciencia y voluntad.

Moviéndose con soltura por escenarios de devastación humana, Pattinson se ha especializado en interpretar a criaturas toscas, personajes sin pasado que operan bajo los designios de un entramado de erráticos impulsos instintivos, que luego, de forma paradójica, terminan conformando unas personalidades bien definidas. Estos impulsos pueden ser de lo más variopintos. En Cosmopolis, el personaje de Eric Packer construye su caída en desgracia en torno a dos anhelos imperiosos: en primer lugar, siente que debe ir a cortarse el pelo a la barbería que frecuentaba su padre; y, en segundo lugar, decide enfrentarse a toda lógica financiera apostando su fortuna al valor del yuan chino. Luego, en The Rover, el irreflexivo Rey asalta un cuartel policial, asesinando a sus tres vigilantes, para liberar a un hombre al que apenas conoce y que ha amenazado con matarle; una acción disparatada y brutal que revela el envilecimiento de la bondad, la lealtad y la inocencia en un mundo abocado a la perdición. Por último, entre las muchas astracanadas que comete el Connie de Good Time, en su noble empeño por sacar a su hermano de prisión, destacan el intento de arrebatarle 10.000 dólares a su novia para pagar la fianza y el encuentro de carácter sexual que inicia con una niña de 16 años con el único objetivo de evitar que la chica descubra su condición de fugitivo de la justicia; actos que ponen de manifiesto la amoralidad de este buen hermano.

Los casos de High Life y El faro son quizá los más paradigmáticos del interés de Pattinson por el primitivismo, y de su propensión a encarnar a criaturas situadas en los márgenes de los márgenes… o en el ojo del huracán, como en la antitética Cosmopolis. High Life y El faro son dos películas que transcurren en no-espacios absolutamente alejados de la civilización, pero condicionados por sus dogmas y tabúes: respectivamente, una nave espacial en la que hombres y mujeres condenados a muerte son utilizados como conejillos de indias y un faro perdido en mitad del océano donde dos hombres batallan por someter al otro a su voluntad. En ambas películas, Pattinson se entrega a un festín de impulsos y necesidades básicas que se sitúan a medio camino entre la brutalidad y la (im)posibilidad de la redención. En High Life –una obra a medio camino entre El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y Primavera tardía de Yasujirō Ozu–, Pattinson encarna a Monte, una suerte de hercúleo semental que decide someterse a un voto de castidad: un mandato antinatural que se rompe cuando la Doctora Dibs (Juliette Binoche), una Josef Mengele del espacio, consigue extraer el semen de Monte a través de un coito no consentido. Curiosamente, esta no es la única ocasión en la que Binoche y Pattinson han mantenido, en la ficción, una relación sexual vaciada de todo componente afectivo. En Cosmopolis, la actriz francesa, en la piel de una marchante de arte, saciaba una de las subidas de testosterona que “sufría” Packer. En clave somnífera o atlética, estos encuentros sexuales ilustran el modo en que cineastas como Cronenberg y Denis han sabido exprimir el aliento animalístico que emana de la personalidad actoral de Pattinson.

Por su parte, en El faro –una película que entrecruza los imaginarios de Herman Melville, H. P. Lovecraft y Edgar Allan Poe–, Pattinson participa en un vigoroso y desesperado circo de gestos compulsivos. Sometido a los tiránicos mandamientos del farero interpretado por Willem Dafoe, el personaje de Ephraim Winslow deviene un Sísifo moderno, encadenado a una interminable colección de infructuosas tareas físicas: echar carbón a la maquinaria del faro, cargar con carretas y cubos llenos de deshechos y heces, cavar agujeros que ocultan alijos de alcohol… Pero la maratón de primitivismo salvaje no termina ahí. En sus pausas para reponer fuerzas, el maestro y el aprendiz se enzarzan en unas borracheras que van subiendo de tono hasta culminar en un ir y venir de violentas muestras de desprecio y compadreo: bailes, abrazos, golpes, retahílas de improperios verbales que adquieren la gravedad física de puñetazos en la cara… La tensión homoerótica entre los personajes (maniatados por su “miedo a Dios”) y la progresiva inmersión en las aguas de la locura se manifiestan a través de iracundas masturbaciones y de la vandálica pulverización del cuerpo de una gaviota. En conjunto, El faro pone en escena un pirotécnico carrusel de masculinidad tóxica en el que Dafoe y Pattinson, intercambiando sobre la marcha los roles de agresor y víctima, exhiben el resultado de sus disímiles métodos actorales. Como ha explicado Dafoe acerca de su trabajo en El faro, “Rob (Pattinson) y yo empleamos estrategias actorales muy dispares. Él no quería hacer nada hasta el momento del rodaje. No quería ensayar porque sentía que, preparando demasiado las escenas, podía perder el impulso, una cierta energía y espontaneidad. Yo no recomendaría trabajar de esa manera, pero a él le funciona: le gusta enfrentarse a cada situación como algo novedoso y aprovechar las cosas que va descubriendo sobre la marcha. Esto le funcionó particularmente bien en El faro porque su personaje es reactivo, le van sucediendo cosas que no controla y va respondiendo como puede”. Reactividad, espontaneidad, impulsividad y descontrol: claves del abordaje de Pattinson a la esencia de una masculinidad primitiva.

Las declaraciones de Dafoe acerca del método de Pattinson remiten a las reflexiones planteadas por James Naremore, en su seminal volumen Acting in the Cinema, acerca de las claves del naturalismo actoral: “Se podría afirmar que la efectividad de una interpretación naturalista radica, en parte, en la capacidad de sugerir el desorden a través de un cierto orden”. De este modo, según Naremore, los intérpretes naturalistas hacen visible “la distancia entre un personaje desmañado y un actor que está en pleno control de la escena”. Una paradoja que Pattinson lleva hasta el extremo del descontrol casi absoluto en sus escenas más “maníacas” (Farber dixit), como cuando, en The Rover, bebe un litro de agua de una botella de plástico sin apenas respirar; o cuando se golpea salvajemente la cabeza (hasta provocarse un chichón sobre la ceja derecha) al descubrir que su personaje es el padre de un bebé nacido en la nave de High Life; o cuando, en el gesto que condensa todo el significado de Cosmopolis, su personaje se dispara un tiro en la mano, y el dolor agudo y lacerante acaba con el sueño de una existencia extracorpórea. A la postre, la imagen más característica de Pattinson muestra al actor cabizbajo, con la mirada perdida, ensimismado en su confusión, intentando hallar un sentido a un mundo demasiado complejo, una realidad que se le escapa.