La Filmoteca de Catalunya aprovecha para introducir, dentro del hueco que dedica todos los fines de semana a su programación infantil, una de las películas más recientes basadas en un relato de Roald Dahl, a cuyo centenario el ente le ha ido dedicando una retrospectiva durante las últimas semanas. Mi amigo el gigante ha supuesto un inesperado encuentro de Spielberg con el fracaso en taquilla. El dato no es superficial: el cineasta estadounidense casi siempre ha gozado de una sintonía entre lo que el espectador solicitaba y él ofrecía, pero en esta ocasión el cuento (que originalmente contaba cada noche a sus hijas) no se ha visto correspondido con el favor del público. Las razones pueden ser variadas: estamos ante una obra clásica donde la aventura se ensancha en un mundo de fantasía sin que en realidad el temor al clímax resulte empático. También, tal vez, el viaje de una niña huérfana a un país de gigantes y su amistad con un viejo vegetariano resulte demasiado colorido para una audiencia que ha sido criada en la oscuridad. A su vez, la mezcla de imágenes digitales y reales nunca acaba de encontrar un tono fácil de digerir que, para más inri, cuenta con un guión donde el chiste lingüístico es la base del humor dentro de la cinta. Todas estas características parecen indicar que, efectivamente, los lectores del cuento de Dahl y los actuales niños caminan por senderos distintos, pero es precisamente en ese carácter atemporal donde la película de Spielberg triunfa: Mi amigo el gigante es ajena a las modas. Se trata de una película sobre la construcción de sueños, y es en ese punto metacinematográfico donde entendemos la capacidad de creación de discurso que tiene siempre el cineasta. ER

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