Gabe Ibáñez prometía, con sus trabajos cortos, convertirse en uno de los realizadores más prometedores de la nueva hornada de cineastas españoles afines al género, capaces de dotar a la ciencia ficción de un componente tenebroso y funesto, además de un buen hacer técnico. Su carrera en el largometraje no parece haber colmado las expectativas, al menos en España, un mercado siempre difícil para los cineastas de oficio menos preocupados por la vocación autoral. En su segundo largometraje, Ibáñez se adentra en el siempre fascinante territorio de la inteligencia, y la humanidad, artificial, explorando la relación entre un hombre y un autómata que parece superarle en inteligencia emocional. Terroso, polvoriento y de imagen derrotada y gastada, la película de Ibáñez pasó sin pena ni gloria por la cartelera, cuando probablemente se merecía una mejor justicia, al menos para los amantes de las variaciones contemporáneas de la ciencia ficción.

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