Gerard Casau

La maquinaria de Cannes lleva ya varios días en pleno funcionamiento, y eso significa que, al margen de lo que se pueda ver en la Sección Oficial, también se han abierto las compuertas de las secciones paralelas, la Quincena de Realizadores y la Semana de la Crítica, de las que conviene no alejarse demasiado. La primera, por ejemplo, puede no presentar un programa tan espectacular como el de 2015 (donde cobijó a Philippe Garrel, Arnaud Desplechin, Miguel Gomes o Takashi Miike, entre otros), pero su inauguración corrió a cargo de un cineasta colosal, Marco Bellocchio, que presentó Fai bei sogni.

Siguiendo con la tozudez por hallar ecos entre las películas que proyecta el festival, debemos considerar una lástima que el calendario no hiciera coincidir en la misma jornada Fai bei sogni con la Julieta de Almodóvar, ya que uno sospecha que los protagonistas de ambas obras podrían entenderse bien, pues ambos están afectados por un dolor sordo y sostenido, provocado por la ausencia de un ser querido. En el film de Bellocchio no hay hijas desaparecidas, pero sí una madre que, tras desearle a su hijo Massimo dulces sueños, se quita la vida. Aunque las causas de la muerte parecen obvias, la familia rodea al niño de un círculo de mentiras y eufemismos (“ella llevaba mucho tiempo rezando a Dios para que la dejara subir con él y convertirse en tu ángel de la guarda”, le dice sin mucha convicción un párroco), que lo acompañará hasta la vida adulta.

De apariencia más asumible que la inmediatamente anterior Sangue del mio sangue, Fai bei sogni esconde numerosas audacias bajo su traje melodramático, viajando por los recuerdos de Massimo (el personaje y, también, Massimo Gramellini, autor de la novela de aire autobiográfico en que se basa el film) en un constante trajín de tiempos y edades, que apenas nos da tiempo a familiarizarnos con las distintas situaciones y personajes. Como también sucede en Julieta, los caracteres que aparecen en el film no definen su peso por el tiempo que aparecen en pantalla, sino por el rol determinante que juegan en un preciso instante de la existencia del protagonista. Así, vemos desfilar a amigos, novias y familiares que, de un modo u otro, acaban remitiendo al espectro de la madre; un vacío intolerable que Massimo trata de llenar por varios medios: utilizando la religión con fines ingenuamente prácticos, encomendándose a la figura de Belphégor (villano de un serial televisivo que le da órdenes y le protege), y desarrollando una desatada pasión por el calcio (el piso donde vive su niñez está justo enfrente del estadio del Torino, y es la fiebre de las gradas el primer estímulo que contrasta con su luto) que, una vez adulto y con las fatigadas facciones de Valerio Mastandrea, lo llevará a dedicarse al periodismo, saltando de la sección de deportes a actuar como corresponsal de guerra, y haciéndose célebre mediante la respuesta a una carta de un lector que afirma sentir deseos de matar a su madre. Todos estos paliativos imaginativo-profesionales quedan elocuentemente resumidos en la pared de la habitación infantil de Massimo, donde el crucifijo aparece rodeado de las distintas alineaciones del equipo de su vida. Al fin y al cabo, no es casual que Massimo sea tifosso del Torino, un conjunto cuya existencia también está marcada, todavía hoy, por el duelo hacia su mítica plantilla de 1949, que murió al estrellarse su avión en Superga, a las afueras de Turín.

Es muy posible que en unas manos menos sabias que las de Marco Bellocchio, Fai bei sogni resultase un empacho apolillado, pero su delicadeza a la hora de enlazar recuerdos con un montaje de gran musicalidad, repleto de rimas e intuiciones (el salto en trampolín o la caída de un objeto por la ventana son resonancias del precipicio materno), y su control de los volúmenes tonales (y también acústicos: el “¡No!” que grita el padre al saber de la muerte de su esposa es uno de los más terribles que se han escuchado recientemente en un cine) logran que la película caiga casi siempre de pie (el casi correspondería a algún segmento, como el de la Sarajevo destruida por la guerra, que no acaban de encontrar su encaje, o su rima, con el resto del metraje), haciendo de ella, en última instancia, una obra que concibe a la Madre como un misterio. No hay mejor ejemplo de ello que ese primer plano, uno de los mejores que ha dado el festival, en que en el rostro de la actriz Barbara Ronchi la sonrisa se junta con las lágrimas.

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Tras su apertura, la Quincena mantuvo un nivel notable gracias a Joachim Lafosse, quien tras presentar Les chevaliers blancs en San Sebastián hace tan solo unos meses, trajo a Cannes L’Économie du couple. El nuevo film del cineasta belga no pretende destacar por su originalidad temática (la ruptura de un matrimonio), pero sí sobresale por la seriedad de su retrato.

Marie (Bérénice Bejo, quien también aparece en Fai bei sogni) y Boris (Cédric Kahn) ya no están juntos anímicamente, pero debido a lo reciente de la separación y a su situación económica (él es de origen humilde, y ella una burguesa con la cuenta en números rojos), todavía comparten la casa que él construyó y que ella pagó. El domicilio, aislado de la ciudad por un muro y la vegetación, se convierte, como en Sieranevada, en casi el único espacio de la película; un terreno a dividir mediante estrategias y acuerdos que casi siempre giran en torno a sus dos hijas pequeñas. Lafosse evita tomar partido por un bando u otro, y no explica las causas que han llevado el matrimonio a su final (quizá porque no las haya), ateniéndose a aquellos detalles tangibles y específicos –quién ha pagado qué, cómo deben repartirse los bienes– que describen los términos a los que queda reducida una relación extinta: brotes de resentimiento, tristes coletazos de deseo, y un montón de cifras y documentos de pensiones, hipotecas y papeles de divorcio.

A pesar de su enfrentamiento, Marie y Boris tratan de conservarse el respeto, manteniendo una tensión civilizada en sus disputas que, incluso cuando estallan en discusiones, no llegan a convertirse en momentos catárticos. Y aunque, efectivamente, hemos visto y veremos mil veces más esta historia de desintegración, L’Économie du couple vuelve a confirmar a Joachim Lafosse como un director fiable y atento a los detalles, que deja que las secuencias sigan su curso sin apenas cortes y encontrando la distancia justa para no asfixiar a los personajes ni helar en exceso el relato, y que comprende en qué momento el antirromanticismo de la propuesta debe dar un paso hacia atrás para que un simple baile de la mano de sus hijas saque a relucir toda la pena de dos amantes que se han perdido el afecto.