La Berlinale, festival algo ajado por su antigua querencia por el cine social, alberga su propio contraplano en una de sus secciones paralelas: el Forum, organizado desde el Arsenal – Institute for Film and Video Art, una organización de larguísima tradición en la defensa, la divulgación, el estudio y el conocimiento del cine de vanguardia. Si la sección oficial del Festival de Berlín suele tender a la combinación de grandes nombres del cine europeo junto a películas dominadas por su preocupación social y alguna estrella norteamericana para completar el menú (nota al pie: este año el festival parece tratar de sacudirse algo ese estigma con la inclusión en competición de la nueva película del filipino Lav Díaz), el Forum ha sido desde hace años el espacio en que el Festival da cobijo a las propuestas más singulares, al mismo tiempo que el lugar desde el que trazar una genealogía del otro cine, con miradas históricas, y combinación de grandes nombres de la historia del experimental (James Benning, por ejemplo, ha estrenado tradicionalmente allí sus nuevos trabajos) con apuestas, descubrimientos, y ciclos.
Con un programa extensivo y extensísimo, formado este año por cuarenta y cuatro películas en su sección principal, treinta y dos incluidas en Forum Expanded, además de exposiciones, performances, discusiones y mesas redondas, la selección de este año parece apuntar al menos una idea en su vertiente latinoamericana: romper, o al menos cuestionar, la mirada eurocentrista y postcolonial que muchos festivales ofrecen sobre la creación audiovisual contemporánea de América Latina, no solo por la diversidad geográfica de las películas seleccionadas, sino sobre todo por las miradas que esas películas ofrecen sobre la diversidad cultural y sus propias definiciones identitarias. Es el caso al menos de las tres películas mexicanas seleccionadas por el Forum, Maquinaria panamericana (Joaquín del Paso, 2016), Tales of Two Who Dreamt (Andrea Bussmann, Nicolás Pereda, 2016) y Tempestad (Tatiana Huezo, 2016), y de una película portuguesa, Eldorado XXI (Salomé Lamas, 2016), que fija, no por azar, su mirada en un lugar muy concreto de la realidad latinoamericana cargado de connotaciones y tensiones históricas. Esta tetralogía funciona como una declaración de intenciones del Forum, que parece querer despegarse de la mirada condescendiente y cargada de tópicos con la que los festivales alimentan su buena conciencia de occidentales comprometidos y dibuja otro retrato posible del cine en Latinoamérica. Las tres películas mexicanas y la portuguesa –centrada en una mina peruana– ponen en duda además las definiciones de centralidad e identidad de los cines nacionales: la película de Pereda y Bussmann es una coproducción mexicano-canadiense y está rodada íntegramente en Canadá, Tempestad está dirigida por la mexicano-salvadoreña Tatiana Huezo, y la portuguesa Salomé Lamas está detrás de Eldorado XXI, una película que evidencia la larga e insana relación entre norte y sur.
Maquinaria panamericana, la única película de las mencionadas que encajaría en la definición tradicional de “cine mexicano” por su producción puramente nacional, y opera prima de su realizador, Joaquín del Paso, es un singular retrato de las relaciones laborales y del espacio de trabajo en una empresa mexicana dominada por un patrón de tintes paternalistas (patriarcal y omnipresente) que al morir de forma sorpresiva sume a sus empleados en un estado de pérdida e indeterminación rayano a la locura y el miedo. A través de una comedia de tono surrealista, y sin embargo hiperreal, la fábula de Del Paso dibuja el estado anímico de un país que parece no saber si vive al borde de la locura o si está sumido en ella por completo. En el fondo, la película propone un retrato de un sentimiento colectivo de fragilidad, de miedo, de estar caminando en círculos sin un rumbo claro, de vivir al borde de la ruptura con el exterior, que en la película nunca aparece y permanece siempre en un fuera de campo inquietante, como una permanente amenaza subterránea e invisible. Por otro lado, la muerte de ese patriarca que al morir deja descabezados a todos sus empleados, destapa en la película una ficción dentro de la propia ficción: la empresa estaba en bancarrota, y la apariencia de normalidad laboral, de prosperidad, de progreso, no era sino una tapadera con la que ocultar un estado de catástrofe absoluta, una tempestad, una riada, inevitable pero que la sociedad, de forma colectiva, parece no querer ver. Al fin y al cabo, una metáfora de una ceguera social y colectiva.
Esa tempestad amenazante es la que retrata de forma límpida Tatiana Huezo en la película más descarnada de las tres mexicanas: Tempestad. A través de la reconstrucción ficcional, y aparentemente desdramatizada, del regreso a casa, camino al reencuentro con su hijo pequeño, de una mujer injustamente encarcelada durante un año, acusada de tráfico de personas, Tempestad aborda esa tormenta invisible que azota todo el país, y que sume a sus habitantes en un perpetuo estado de irrealidad, capaces de negar lo evidente: que su país se desmorona bajo el reinado de la impunidad. Utilizando diversos rostros para retratar uno mismo, que es el de todos y todas, Tempestad es cuando menos un ejemplo brillante de cómo retratar el miedo y la desesperanza, de cómo hacer cine político, en definitiva, sin caer en las trampas de lo evidente, lo sórdido, lo miserable. La voz de la protagonista, a la que interpretan en cámara mujeres diversas, anónimas, y a quien solo veremos a contraluz, en el revelador último plano de la película, se superpone a la filmación de un viaje por ese México cotidiano que resiste digno a los embates de lo podrido: trabajadores, paisajes, hombres y mujeres vencidos por el sueño, por el salario mínimo, por la impunidad, la injusticia, la violencia; hombres, mujeres, niños, caminando, resistiendo, construyendo con su día a día.
Por su parte, Tales of Two Who Dreamt, el nuevo trabajo de Andrea Bussmann y Nicolás Pereda, realizado enteramente en Canadá, es el retrato –entre lo irreal, lo soñado y lo imaginado– de un edificio ocupado casi por completo por inmigrantes gitanos húngaros en permanente estado de tránsito a la espera de su permiso de trabajo. ¿Y qué hay más definitorio de la identidad contemporánea, más propio del capitalismo transnacional, que la figura del inmigrante, ese no-ser en tierra de nadie, obligado a emigrar por las propias dinámicas perversas de la economía global, que luego es rechazado en los mismos espacios donde se le reclama y a los que se le atrae con cantos de sirena? Tales of Two Who Dreamt no sería, en esencia, una película mexicana, y sin embargo es una película mexicana en su pura esencia, porque hablando de un grupo de inmigrantes húngaros, Bussmann y Pereda están hablando también de ese país perdido entre el norte y el sur, auténtica fábrica de inmigrantes y, al mismo tiempo, potencia sin explotar y explotadora, máquina de desigualdades y objeto de las dinámicas perversas de la economía especulativa, perversa y falsa que domina el mercado.
Huyendo del documental de observación, proclive a la mentira, y abrazando una suerte de etnografía experimental, Bussmann y Pereda inventan historias con los protagonistas, escuchan las que ellos les cuentan, o superponen las que ellos imaginan, en una película de capas, viajes inacabados y procesos de transformación: metamorfosis en permanente tránsito (con Franz Kafka en la lejanía). La película filma los ensayos de esas familias para una película que se rodará en unas semanas, y que termina siendo la película que vemos proyectada: un juego de capas y superposiciones que Pereda y Bussmann llevan también a lo formal, rodando la película en digital, traspasándola posteriormente a 16 mm para volver a digitalizarla a partir del material en celuloide. Un permanente estado de tránsito que se vincula directamente con la propuesta política y ética de la película: el retrato, tan propio de Pereda, de lo foráneo, de ese estado irreal que supone vivir fuera, despertar en un cuerpo y un lugar que no son tuyos. Ser y dejar de serlo, al mismo tiempo. Un sentimiento de fragilidad que comparten los personajes de Pereda, poco importa si son húngaros, con las mujeres mexicanas de la película de Huezo, o con los trabajadores de la empresa del patrón de Del Paso.
La guinda a esta selección latinoamericana, o en torno a Latinoamérica, la pone Eldorado XXI, segundo largometraje de la realizadora portuguesa Salomé Lamas, que con su opera prima, Terra de ninguém (2012) puso el dedo en una de las llagas más sangrantes del cine documental: la manera en que construye y se relaciona con la Historia en mayúsculas, y cómo esa historia termina siempre desvelándose como un relato intencionado, y quizás falso. En este caso, Lamas se acerca a una mina de oro peruana, La Rinconada, a 5.000 metros de altura, para retratar, en apariencia, las durísimas condiciones de trabajo esclavo en las que viven sometidos los no-empleados. Sin embargo, las preocupaciones de Lamas superan la simple condescendencia hacia el otro, hacia el pobre, tan propia de mucho cine “comprometido” para adentrarse en las tensiones históricas que afloran en ese espacio y en esas historias. La película, grandiosa y demoledora, arranca con un plano secuencia de una hora de duración de una infinita hilera de trabajadores que suben y bajan en total oscuridad de y a las profundidades de la mina. Sobre ese plano atenazador se sobreponen fragmentos sonoros de las radios locales, entrevistas con trabajadores, historias de injusticias, crímenes, secuestros, desaparecidos. Una vez establecido el retrato oral de ese espacio, de los anhelos de quienes allí entregan su vida, de la reescritura contemporánea de esa quimera del oro, la película renuncia casi por completo a las voces para entregarse a un retrato nuboso del espacio, los trabajos, las familias y sus condiciones: lo que se revela son las migajas del expolio al que las metrópolis sometieron a sus colonias, una culpa histórica nunca reparada, y cómo el país hoy se construye sobre los cuerpos ateridos de quienes allí pierden su existencia en busca de un oro que no llegará nunca. Esa segunda parte además ahonda en la construcción social y cultural de ese espacio que parece desgajado del tiempo, un reducto sin historia que sin embargo funciona como lupa sobre nuestra memoria y nuestro presente: Lamas retrata las costumbres, los ritos, las nuevas tradiciones que allí se desarrollan, formas de una organización social en un lugar que a nadie interesa, y del que todos nos beneficiamos.