La carrera del portugués Pedro Costa, basada en el trabajo prolongado en el tiempo con personajes reales que terminan por convertirse en actores, basada en el trabajo con el propio tiempo de filmación, con el tiempo filmado, y con el tiempo que queda fuera, basada también en la re-construcción ficcional de elementos, personajes e historias reales, solo podía acabar en un pozo de autorreferencias o, por el contrario, desembocar en la que, paradójicamente, es la salida lógica a cualquier carrera de fondo documental: el cine de género, el trabajo con los fantasmas de la memoria y la historia, y la indagación en aquellos espacios no filmados ni filmables que quedan en los intersticios de la historia. Las zonas oscuras, lo posible e imposible a la vez, el pasado que es siempre presente, y el presente que no deja de ser pasado. Sobre esta película, política, poética, dolorosa y emocional, al tiempo que profundamente materialista, galardonada en el pasado Festival de Locarno, se ha escrito ya tanto, pese a que se ha visto tan poco en nuestro país, que no merece la pena añadir más palabrería a lo dicho. Hay que verla. Hay que vivirla. Hay que llorarla. GdPA

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