Aunque a menudo se suele incluir Chinatown dentro de esa corriente de nuevo cine estadounidense de los 70 (cosa que, sin ir más lejos, la Filmoteca de Catalunya hace al englobarla dentro de su ciclo “Moteros tranquilos, toros salvajes”), la película de Polanski también podría pertenecer  a los últimos coletazos de un cine negro clásico. Chinatown se encuentra a medio camino entre ambas cinematografías: por un lado es una evidente vuelta de tuerca al género que incluye sus códigos en un escenario realista (no estamos ante un Los Angeles de estudio) y aprovecha unas circunstancias propicias para las condiciones autorales (Polanski insistió, tras sus desafortunada situación personal, en la necesidad de la tragedia como cierre); por otro es respetuosa con las reglas establecidas por Hollywood y aquí la investigación tiene al aroma de todo ese cine previo donde el detective es un outsider que se enfrenta a un sistema cuyo arreglo escapa de sus manos. Chinatown es un neo-noir que, al igual que en películas posteriores como Fuego en el cuerpo o L.A. Confidential, aprovecha la intertextualidad para dotar de realidad a sus propios usos. Tal y como aseguraba Fredric Jameson, estamos ante un filme “nostálgico” propio de la posmodernidad: uno que busca deliberadamente un efecto estético que sugiera “pasado” y que, en consecuencia, bucea por una profundidad histórica construida más en base a esos referentes que a la propia realidad. Aun así, Chinatown no es un mero pastiche o, de serlo, es uno que funciona como imprescindible pieza intermedia entre el antes y el después. ER.

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