(Imagen de cabecera: Dragnet Girl de Yasujiro Ozu)

Xavier Montoriol (Il Cinema Ritrovato, Bolonia)

No parece casualidad que, a mediados de los años 80, surgiera la necesidad de un festival como Il Cinema Ritrovato. El cine se acercaba entonces a su centenario, y las metáforas que lo equiparaban a una vida humana estaban a punto de agotarse: pronto ya no sería posible declararse ciné-fils como Serge Daney, y tan solo la longevidad extraordinaria de Manoel de Oliveira prolongaría un tiempo más la fantasía. A efectos prácticos, la historia del cine se desbordaba y devenía inabarcable, desintegrándose en múltiples relatos que renunciaban a la linealidad, puesto que ya no era posible verlo más o menos todo. Las lagunas no eran solo individuales: cada vez se hacía más evidente el papel esencial de la preservación, en un momento en el que una parte significativa del patrimonio cinematográfico ya basculaba irremediablemente hacia el olvido.

Así, Il Cinema Ritrovato aparece no solo como una gran celebración del cine, sino también como un espacio donde seguir repensando su relato desde una clara conciencia de sus condiciones materiales. La conservación y la restauración de las películas, junto con su proyección en nuevas copias digitales o en distintos formatos fílmicos, son los gestos primordiales que activan cualquier reescritura. En esta XXXVII edición de Il Cinema Ritrovato, además de la sección dedicada a las primeras décadas del cine que ya fue objeto de una crónica anterior, hubo tiempo de recorrer un amplio programa de nuevas restauraciones que, de Jean Renoir a Michelangelo Frammartino, atravesó casi entera la historia del cine sonoro.

Retomamos nuestro camino con una película atípica de Yasujiro Ozu: Dragnet Girl (Hijōsen no Onna, 1933), una historia de gángsters melancólicos que tratan de reconducir su vida. Kinuyo Tanaka y Joji Oka –ella dulce y tajante, él de una palidez vampírica– brillan como pareja protagonista cuya vida da un vuelco al conocer a Kakuko (Sumiko Mizukubo), una chica humilde que trabaja en una tienda de vinilos. Con su llegada, todo un mundo de apariencias se derrumba, y los dos gángsters, transformados por ese contacto, luchan por cambiar de rumbo. El poder redentor de Kakuko puede llegar a parecer absurdo sobre el papel, pero las imágenes, cargadas de una fuerza enigmática, contradicen toda razón: basta con un contraplano de su rostro sereno y afable a la luz del atardecer, frente a una maraña de árboles oscuros que se recortan contra el cielo, para que nos sea dado creer en la emoción profunda que invade a la pareja de gángsters.

El argumento de Dragnet Girl, tan diferente de los dramas familiares que suelen asociarse a la obra de Ozu, no es la única sorpresa que nos depara la película: nos encontramos frente a una puesta en escena rítmica y exuberante, que no escatima en movimientos de cámara, y que da cuenta de un conocimiento minucioso del cine negro norteamericano. Entre ángulos bajos y miradas que caen muy cerca de la cámara, es posible encontrar indicios de lo que llegaría a ser el lenguaje cinematográfico de Ozu, aunque tal vez sea más interesante fijarse en las figuras de estilo que el cineasta despliega aquí con maestría y que más adelante descartará. Sería posible, entonces, ver Dragnet Girl como un eslabón esencial para comprender el camino ascético de Ozu hacia su propio estilo, así como para repensar las profundas influencias del cine norteamericano que atraviesan la filmografía del “más japonés de los cineastas” –en palabras de Donald Richie– y que aquí se muestran con toda transparencia.

(Dr. Jekyll & Mr. Hyde de Rouben Mamoulian)

Otro de los nombres propios de esta edición fue el de Rouben Mamoulian, cineasta de origen armenio establecido en Hollywood, a quien el festival dedicó una retrospectiva en 35mm. Sus primeras películas, filmadas en la época pre-code –es decir, entre la llegada generalizada del sonido en 1929 y la implementación de la censura con el código Hays en 1934–, están cargadas de una sensualidad dolorosa que aparece íntimamente ligada a los movimientos de cámara. Son precisamente estas películas, largo tiempo apartadas de la circulación por causa de la censura, las que dan cuenta de la gran energía creativa con la que Mamoulian irrumpió en Hollywood, y que pronto iría suavizando para amoldarse a las directrices de los estudios. Entre ellas se encuentra su celebrada adaptación de Dr. Jekyll & Mr. Hyde (1931), llena de experimentos formales sorprendentes –como el tramo inicial filmado en cámara subjetiva–, o City Streets (1931), una preciosa película de gángsters que, como los de Ozu, también se debaten entre la vida criminal y otro futuro posible.

Hay en todas ellas una construcción meticulosa y sugerente de la atmósfera que acerca Mamoulian a otro de los grandes realizadores del Hollywood de la época, Josef von Sternberg. Tal vez por eso parece inevitable que, al principio de The Song of Songs (1933), cuando un gran sombrero negro se da la vuelta –un recurso que en City Streets ya introducía al personaje de Cary Grant–, nos descubra el rostro de Marlene Dietrich. Ella es una de las grandes heroínas sufrientes y llenas de deseo que pueblan el cine de Mamoulian. Recién llegada a Berlín, se enamora de un artista que esculpe una misteriosa estatua a su imagen y semejanza, y cuando él desaparece, tras el profundo desengaño, se encierra en sí misma y avanza por la vida como una cáscara vacía, obligada a casarse con un coronel que, a su turno, trata de modelarla según sus ideales. La sombra de la estatua es alargada: como en un eco de Dr. Jekyll & Mr. Hyde, mujer y obra aparecen como dos caras de un mismo ser que no pueden coexistir por mucho tiempo. Cuando el artista reaparece para traer de vuelta el sufrimiento –y con él, el deseo y la vida–, la destrucción de la estatua deviene el único nuevo comienzo posible.

Sobre un esquema parecido se sustenta Queen Christina (1933), última de las películas pre-code del cineasta armenio. Si el personaje de Dietrich se encontraba, de alguna forma, aprisionado en esa estatua que tanto se le parecía, la reina Cristina de Suecia (Greta Garbo) vive atrapada en su condición de mujer-institución. Su romance con un embajador español no es tolerado en la corte, por lo que, en un gesto de destrucción equivalente, toma la decisión de abdicar. Toda la película parece encaminarse hacia un último plano inolvidable, donde la cámara se acerca lentamente al rostro de Garbo que, encaramada a la proa de un velero, escruta el horizonte con una mirada inexpresiva donde laten todas las emociones. El azar de nuestro recorrido por el festival puso de relieve un paralelismo interesante: el mismo año en que Mamoulian terminaba su película con este travelling hacia el rostro de Garbo, enmarcando la soledad serena de su protagonista, Frank Borzage cerraba su Man’s Castle (1933) con el movimiento opuesto: la cámara se aleja del rostro de sus personajes para mostrarlos de cuerpo entero, abrazados, abandonando por primera vez sus respectivas soledades.

(The Woman on the Beach de Jean Renoir)

Acabamos nuestro recorrido por Il Cinema Ritrovato con otra pequeña sincronía: la que llevó a encadenar, en proyecciones consecutivas, The Woman on the Beach (1947) de Jean Renoir e Il Dono (2003) de Michelangelo Frammartino, con sendas mujeres protagonistas que, confrontadas al maltrato, buscan refugio en el armazón de un gran buque varado en la arena. La yuxtaposición de ambas películas nos invita a fijarnos en la relectura que Frammartino hace de la tradición cinematográfica y que, por vía de Jacques Tati, nos lleva de vuelta al plano general narrativo de los comienzos del cine. Han pasado cien años desde los cortos que vimos la primera noche de festival, entre los cuales Le Royaume des fées (Méliès, 1903) o Planche à rainures (1903). La esencia de los encuadres de Frammartino ya está allí y, sin embargo, el esfuerzo del cineasta italiano por suprimir la centralidad de la acción y redimensionar el protagonismo de la figura humana pone un mundo de por medio. Se nos hace aparente ese doble tiempo del cine –el pasado en el que cada una de las películas fue hecha y el presente en el que se encuentran como coétanas–, que invita a soñar en imágenes a venir.