Al principio de ¡Arriba las manos! (1981) una figura en albornoz, cuyo rostro queda oculto por un extraño casco en forma de óvalo, emerge de entre los vapores de una estancia que tanto podría ser una sauna futurista como la puerta de entrada a un teletransportador espacial. La voz en off del narrador, lejos de disipar la bruma, contribuye a potenciar la ambigüedad de la escena al introducir en el relato reflexiones acerca del proceso de creación de la propia película e incidir en la relevancia que los efectos del paso del tiempo han tenido sobre el film y sus creadores, entre los que se incluye. Cuando el misterioso personaje se retira el casco, unos instantes después, el espectador descubre que está interpretado por el director de la cinta, Jerzy Skolimowski, momento en el que se empieza a intuir que los intertítulos iniciales –que informaban de que la mayor parte del film fue rodado catorce años antes pero que nunca pudo estrenarse debido a la censura de las autoridades de la República Popular de Polonia– no quedarán en una mera nota aclaratoria a pie de página.

Esta aparición del autor polaco en el prólogo añadido en 1981 supone, en cierto modo, el principio del fin de un ciclo que Skolimowski había iniciado más de una década atrás cuando protagonizó su ópera prima, Rysopis (Identifiction marks:none, 1964). En ella encarnaba por primera vez al personaje que se convertiría en su alter ego, Andrzej Leszczyc, y que reaparecía en sus dos obras posteriores: El fácil triunfo (Walkower, 1965) y Barrera (Bariera, 1966), aunque en esta última nunca se llega a mencionar su nombre y el rol lo interpreta otro actor, Jan Nowicki. Esta variación del casting facilita percibir a Leszczyc como un símbolo de su generación, hecho que expande el carácter contestario de la saga al insinuar la posibilidad de un mal endémico en la Polonia comunista de mediados de la década de 1960. La trilogía Leszczyc, lejos de tener un declarado hilo argumental o un desarrollo clásico de personajes, está construida a base de pequeños retazos temporales (impases de una mañana ociosa o las horas de espera hasta tomar el último tren de la tarde) que gravitan sobre un mismo espacio temático y se articulan a través de una virtuosa puesta en escena; apocadas pero resueltas pinceladas que van sembrando una sospecha de hastío y vacío existencial en una generación desnortada y huérfana de referentes morales.

El vagar sin rumbo de la trilogía Leszczyc –donde se suceden azarosos y episódicos rencuentros, así como súbitos enamoramientos que acabarán diluyéndose con la misma fugacidad– conduce a los protagonistas por hostiles paisajes urbanos e industriales en los cuales se les percibe incómodos, fuera de lugar, desincronizados con el entorno, bien sea en el ajetreado bullicio callejero o entre el trajín de almacenes, fábricas y estaciones ferroviarias. Estas últimas parecen representar en el imaginario de los personajes una salida de emergencia a la transitoriedad indefinida en la que permanecen instalados. Rysopis finaliza con Leszczyc abandonando la ciudad en tren, dejando atrás a Teresa, su pareja, y a Bárbara, con quien había coincidido tan solo unas horas antes (ambas interpretadas por Elzbieta Czyzewska). El fácil triunfo retoma a Leszczyc llegando en ferrocarril a una estación en la cual conoce a (otra) Teresa (Aleksandra Zawieruszanka), con quien permanecerá hasta los últimos momentos del film, cuando su planificada huida conjunta, de nuevo en tren, se vea truncada porque Leszczyc decide saltar en marcha del vagón para participar en un combate de boxeo. En Barrera, el rol femenino, de nombre desconocido e interpretado por Joanna Szczerbic, trabaja como conductora de tranvías y es a los mandos de uno de ellos que se produce el desenlace más esperanzador de la trilogía, cuando su sonrisa ilumina literalmente el plano final.

La ambigüedad que planea sobre el objetivo final de las acciones de los personajes, así como la ausencia de una inequívoca causalidad en sus actos, está refrendada por una puesta en escena que potencia la continuidad temporal a base de elaborados planos secuencia y prolongados travellings sobre el fluido deambular de los protagonistas. Skolimowski, además, recurre a ingeniosas soluciones de planificación y detallistas recurrencias en la banda sonora que convierten en una verdadera orfebrería fílmica varias escenas. El plano secuencia inicial de El fácil triunfo, en sus dos minutos y medio de duración, es la síntesis perfecta de muchas de las constantes temáticas y formales de la trilogía y a la vez un verdadero prodigio técnico. La sucesión de recursos estilísticos desplegados en este lapso de tiempo va de la imagen congelada del rostro de Elzbieta Czyzewska mirando a cámara –mientras se oye el premonitorio silbido de un tren– a su trágica y antinatural salida por la parte inferior, que deja el plano vacío y desenfocado, durante un instante, para que de forma progresiva y milimétrica se vaya recuperando la nitidez hasta dejar perfectamente encuadrada la ventana del vagón en el que viaja asomado Leszczyc. En este momento, mediante un trucaje con un espejo y el uso de un doble del actor, el punto de vista de la escena cambia al interior del tren, para segundos después abandonar el estatismo previo e iniciar un breve travelling que antecede al zoom que reencuadra por primera vez juntos a Teresa y Leszczyc, abandonando el andén.

Con estos antecedentes, la aproximación a ¡Arriba las manos! supone para el espectador el doble reto de, por un lado, descubrir con catorce años de retraso los fragmentos de la cinta original de los años 60 (que ocupan los dos tercios finales de la película) y, además, asimilar la contextualización sui generis de su autor, a modo de preámbulo. Un desafío fílmico que incluye permutaciones sobre variaciones todavía inéditas. En el film, las rimas temáticas con la filmografía polaca de Skolimowski se combinan con importantes modulaciones formales y de tono, incluso en las escenas originales, más cercanas en el tiempo a la trilogía inicial. Se intuye que el largometraje censurado apostaba por la sátira de tintes surrealistas como fórmula para retratar un desencanto generacional que en ¡Arriba las manos!, de forma más marcada que en las anteriores películas, se percibe con una desesperanza asfixiante.

Repiten como intérpretes Szczerbic y Skolimowski –retomando el rol de Andrzej Leszczyc, bajo el pseudónimo de Zastava– en un film coral que narra un reencuentro entre cinco excompañeros de estudios que acaba degenerando en una mascarada claustrofóbica en el interior de un sombrío convoy de mercancías. Esta trama, a su vez, se ve interrumpida puntualmente por unos flashbacks –sorprendente recurso narrativo dentro del contexto de la saga– que rememoran las andanzas del quinteto durante su época como estudiantes y activistas. En esa etapa, los jóvenes participaron en la elaboración de un gigantesco cartel con el rostro de Stalin que debido a un sacrílego despiste de la troupe poseía…¡dos pares de ojos! Un desdichado suceso que puso en jaque la amistad del grupo y evidenció sus diferencias de criterio sobre la responsabilidad colectiva del incidente. Estos evocadores flashbacks de tonos verdosos ofrecen las escenas más emotivas de la película, especialmente aquellas protagonizadas por el joven Leszczyc, en lo que se adivina fueron los dolorosos días en que perdió la inocencia. Esta turbación del personaje se mimetiza con la textura de las propias imágenes, que parecen palpitar sobre una superficie frágil y perecedera, en unos planos que recuerdan al conmovedor final de La partida (Le départ, 1967) sobre la imagen detenida, e incendiada, del rostro de Jean-Pierre Léaud.

En contraposición a ese melancólico tiempo pretérito, el fantasmagórico reencuentro de los amigos, en el oscuro vagón de tren, está realizado a base de planos cortos que siguen sus movimientos y reencuadran sus cuerpos, cada vez más embadurnados por una mezcla de líquidos, polvo y yeso. De igual modo, sus rostros van quedando disimulados por un esperpéntico maquillaje que los habilita para protagonizar esta bufonesca representación. En este vagón, que se asemeja al proscenio de un teatro, ya no queda espacio para livianos travellings; en él habitan fatigosos caracteres –que irónicamente, escogen por pseudónimo la marca del automóvil que poseen– absorbidos por el sistema y deslumbrados por las promesas del capitalismo.

La censura evitó que el film se estrenara en su momento y no fue hasta más de una década después, con el director polaco afincado en Londres, que el gobierno de su país contactó con él para permitirle que la rescatara. A diferencia de los dóciles y acomodados protagonistas de ¡Arriba las manos!, el autor mantuvo una actitud comprometida durante esos años y se negó a recuperar la cinta tal cual se había concebido en 1967, exigiendo que se le permitiese modificarla para añadirle el famoso prólogo de veinticinco minutos que la sincroniza con el presente. Este deslumbrante y poliédrico collage conceptual, que combina géneros y estilos, no deja de ser, en el fondo, una versión modernizada de un tema recurrente en la trilogía Leszczyc: la búsqueda de la identidad a través de la relación con el entorno. En esta ocasión, a diferencia de los largometrajes previos, ya no parecen necesarios los pseudónimos o alter egos y Skolimowski emerge como figura central de este fragmento, en una serie de escenas autobiográficas que lo retratan desde varios ángulos: en su faceta de activista –participando en una manifestación londinense a favor del sindicato polaco Solidaridad–, o como actor, mientras prepara una escena de Círculo de engaños (Die Fälschung, 1981) y discute con el director Volker Schlöndorff sobre la moralidad de su personaje.

La complejidad del prólogo radica en que estos instantes, propios de un diario filmado, colisionan con otras escenas de una rebosante ambigüedad poética, generando así una miscelánea de imágenes y sonidos que se dispersan en varias direcciones pero que reverberan conjuntamente. De este modo, las reflexiones en off, sobre el potencial del cine como instrumento de reivindicación política frente a otras artes, como la pintura o la música, tienen su resonancia en la banda sonora del film, a través de un disparo que se escucha en varias escenas y que atrona prácticamente igual que el ruido de un cuadro recién pintado impactando contra el suelo. Este perfeccionista uso del montaje también sugiere vínculos entre las calles devastadas de Beirut y la situación sociopolítica en la Polonia comunista. Y, luego, una conexión similar emerge entre los inicios del prólogo y la segunda parte, cuando Skolimowski articula una enigmática reflexión sobre la cuestión identitaria mediante el enmascaramiento de su personaje, con un aparatoso vendaje en una velada de los años 1960s y con un casco espacial en un futuro indefinido. Existe la certeza, al menos, que avanzado el siglo XXI, el cineasta sigue siendo un autor insobornable que continúa presentado obras como 11 Minutes (11 minut, 2015) o Eo (2022), la fábula humanista por la que fue galardonado con el Premio del Jurado, hace tan solo unos meses, en el último Festival de Cannes.