Al inicio de El testamento de Orfeo (1960) se recuperan, a modo de prólogo, varios planos sin diálogos de la última escena del clásico Orfeo (1950), la adaptación del mito griego que el propio Jean Cocteau había dirigido una década atrás. A pesar de este arranque, que entrelaza de forma inequívoca ambas obras, El testamento de Orfeo ni retoma las tramas del anterior film, ni recupera a Orfeo y Eurídice. Cocteau, en una ambiciosa propuesta para el que sería su último largometraje, elabora un emocionante film-legado que ahonda en las constantes de su obra y en su propio proceder multidisciplinar. La alabanza de la creación artística y una defensa a ultranza del potencial poético del cine convierten en un auténtico manifiesto autorreferencial, un ejercicio de mitología personal, este film que cierra su trilogía órfica. La sombra del mito de Orfeo acompañaba al autor desde la adaptación teatral que dirigió pocos años antes de su vanguardista debut en el cine con La sangre de un poeta (1930), inicio de una trilogía que recorrería la historia del cine durante treinta años, del imaginario surrealista a la modernidad de una obra autoconsciente, pasando por el clasicismo de un noir onírico.

El poeta francés asume el rol protagonista de El testamento de Orfeo para, a través de la evocación de su vida y obra, llevar el film hacia una reflexión metacinematográfica. Cocteau se interpreta a sí mismo deambulando por el espacio-tiempo, perdido entre dimensiones y confundido al reencontrarse con algunos personajes de su película Orfeo (Cégeste, Heurtebise, la Princesa) en lo que supone una reinterpretación del mito órfico en la cual el tránsito entre el mundo de los vivos y los muertos se ha sustituido por el traspaso, provocado por la quiebra de la cuarta pared, entre la realidad y la ficción. Atrapado en la ensoñación que representa el film, el nuevo Orfeo (Cocteau, el poeta) avanza aturdido entre bambalinas, topándose con sus obsesiones mitológicas (Edipo, la Esfinge), cruzándose con un doble de sí mismo o siendo observado, como si fueran espectadores de la función, por amigos personales como Picasso y Charles Aznavour. Para este íntimo descenso a los abismos de su imaginario, Cocteau/Orfeo encuentra como guía a Cégeste, un viejo y querido personaje de un poema propio (El ángel Heurtebise), que en el film Orfeo interpretaba Edouard Dermithe, compañero y pupilo del poeta. En El testamento…, Dermithe/Cégeste, resurgido de entre las aguas en un bello plano proyectado en sentido inverso, es el encargado de guiar al maestro y amigo a través de bastidores despojados de todo artificio escénico, donde los focos apagados y las tramoyas al descubierto insinúan el carácter confesional de la obra. Discípulo y mentor vagan juntos a lo largo del metraje hasta alcanzar su destino final en un escenario que recuerda al inframundo (la Zona) donde aparecía el personaje de Orfeo (Jean Marais) tras atravesar el espejo de su habitación, en la adaptación fílmica rodada diez años antes.

El desbordante imaginario visual de Cocteau es habitualmente recordado por la inventiva plástica en los decorados del castillo de La bella y la bestia (1946), aunque la sencilla originalidad de sus trucajes y hallazgos técnicos son ya patentes en su ópera prima, La sangre de un poeta, en la que se produce el primer viaje cocteauriano al interior del espejo. En Orfeo, la puesta en escena de cada una de las entradas al espejo está construida mediante una planificación cada vez más elaborada, repleta de efectos visuales embriagadores como la inolvidable imagen de los guantes hundiéndose en la superficie del cristal, tras un plano subjetivo con el falso reflejo de Orfeo.

Además de recurrir a las perspectivas alteradas y a la mística de los objetos indispensables para el viaje interdimensional (guantes y espejos), el cine de Cocteau introduce alteraciones cinemáticas sobre las propias imágenes para subrayar la condición extratemporal de la narración. En El testamento…, la reflexión metacinematográfica se complementa con recursos técnicos como la manipulación de la velocidad de los planos o la inversión del sentido de la proyección, trucajes que refuerzan el estudio del aspecto ilusorio del arte. Las anotaciones sobre el carácter artificioso y onírico del cine están presentes en la obra de Cocteau desde La sangre de un poeta, que empieza después de que un personaje enmascarado, cuya silueta recuerda al director, haga un ademán con el brazo para dar paso a la ficción. En La bella y la bestia, el cineasta no solo aparece en pantalla al inicio para escribir en una pizarra los nombres de Jean Marais y de Josette Day, a modo de títulos de crédito, sino que además simula una interrupción del rodaje para anunciar unos intertítulos que demandan a los espectadores recobrar la inocencia infantil antes de enfrentarse a la ficción.

El testamento… aborda esta reflexión sobre la construcción ficcional también desde el sentido del humor, en escenas que ponen de manifiesto la desubicación de Cocteau al creerse protagonista de la ficción equivocada, confundiendo a los actores con sus personajes y mostrándose perplejo cuando no se cumple la lógica interna de sus films, como cuando replica a Dermithe/Cégeste para que no lo abandone: “Además, ¿no necesitas un espejo para desaparecer?”, sin comprender que los espejos han sido sustituidos por la poesía como puerta de entrada a otros mundos. En la secuencia del juicio al poeta, se recrea una escena casi idéntica de Orfeo, donde se intercambian los roles y los acusados de la primera pasan a ser jueces en El testamento…, siendo el autor de la película el juzgado en esta última. La resignificación de la secuencia se completa con la distribución de elementos en el decorado, ya que en el mismo lugar donde colgaba el espejo que servía de entrada a la sala del juicio en Orfeo, ahora hay una solitaria puerta entreabierta en mitad de un escenario vacío que incide en el artificio de la representación.

Las múltiples facetas de Cocteau han despertado el interés de autores procedentes de todas las coordenadas del espectro cinematográfico. Un joven Jean-Pierre Melville dirigió la opresiva adaptación de su novela homónima, Los niños terribles (1950), y directores tan dispares como Roberto Rossellini en El amor (1948), o Michelangelo Antonioni en una experimental cinta grabada en vídeo, El misterio de Oberwald (1980), se han aproximado a los textos del dramaturgo y novelista. Pedro Almodóvar prepara un cortometraje con Tilda Swinton que adapta la obra La voz humana, monólogo por el que siente especial devoción, y que ya homenajeó en La ley del deseo (1987). El legado de Jean Cocteau se ha diseminado por la historia del cine a lo largo de generaciones pero si en la actualidad hay un cineasta que ha sabido hacer suyo el rupturista onirismo y el espíritu autorreferencial del francés no es otro que el también multidisciplinar David Lynch, en especial en la última temporada de la serie de televisión Twin Peaks: The Return (2017).

El esperado retorno de la serie, convertida en mito veinticinco años después de la última emisión, comparte con El testamento… la subversión deliberada de su mitología fundacional. Ambas pretenden desarmar a sus predecesoras a través de un desafiante diálogo con el pasado. En Twin Peaks: The Return, David Lynch y Mark Frost deconstruyen la leyenda catódica que ellos mismos habían creado en los años noventa para reconstruirla sobre los cimientos de su naturaleza ficcional. A medida que se suceden los episodios, de entre la dispersión y el aletargamiento de las subtramas, emerge una pesadilla, conceptualmente similar a la propuesta por El testamento…, en la que su protagonista, el agente Dale Cooper (Kyle MacLachlan), parece condenado a penar entre dimensiones y saltos espacio-temporales para salvar a su Eurídice (Laura Palmer), como si se tratara de un moderno Cocteau/Orfeo, atrapado en la obra de Lynch, (¿)sin sospechar que flirtea con la ruptura de la cuarta pared(?). La interrogación lanzada al aire por un desconcertado agente Cooper “What year is this?” encuentra su duda análoga en los primeros instantes de El testamento…, cuando el personaje interpretado por Cocteau pregunta a su interlocutor “En quelle année sommes-nous?”. A pesar de lo anecdótico de esta coincidencia, la obra órfica del dramaturgo reverbera con rotundidad en el universo de Twin Peaks. Desde el guiño en el icónico dibujo zigzagueante en el suelo de la Black Lodge –que es una reproducción exacta del patrón que decora el suelo del dormitorio de Orfeo en el film de 1950– a las clásicas alteraciones en el sentido de las imágenes y el sonido que se reproducen en el interior de esta misma sala. Dos mundos impregnados por los vapores de la ensoñación, habitados por doppelgängers, con objetos de poderes sobrenaturales (como el guante de Freddie Sykes) y espejos que trasladan a una dimensión desconocida (el misterioso reflejo de Audrey Horne/Sherilyn Fenn al final del decimosexto episodio).

En una escena de Orfeo, el personaje de la Princesa (o la Muerte), interpretada por la actriz española María Casares, mantiene la mirada fija fuera de plano mientras se refiere en los siguientes términos a una instancia más todopoderosa que ella misma: “Algunos dicen que (él) piensa en nosotros, otros, que nosotros somos sus pensamientos. Otros dicen que él duerme y nosotros somos su sueño…”. Este plano de Orfeo parece centellear en los ojos llorosos de Monica Bellucci en la escena del episodio decimocuarto de Twin Peaks: The Return, donde la actriz italiana aparece interpretándose a sí misma como parte de la ensoñación del agente del FBI al que da vida, no por casualidad, el propio David Lynch. Bellucci, de mirada penetrante como Casares, enuncia una enigmática frase mirando a cámara: “Somos como el soñador que sueña y vive dentro del sueño pero… ¿quién es el soñador?”. Como reflejos a través de una pantalla, Twin Peaks y El testamento… son universos oníricos habitados por los fantasmas de la creación, obras más interesadas en plantear preguntas que en perder el tiempo resolviéndolas; episodios o estamentos de un mismo sueño capaz de conectar a los espectadores a lo largo de las décadas. Como pronuncia Cocteau al inicio de su testamento fílmico, “el privilegio del cine es que permite a muchas personas soñar juntas el mismo sueño”.