Avanzado el metraje de Of Time and the City (2008), la cámara avanza por una calle del Pier Head de Liverpool mientras se encadenan varios fundidos que prolongan un suave travelling nocturno a orillas del río Mersey. La voz en off de Terence Davies –acreditado como director y guionista pero no como narrador del film– acompaña el recorrido entre los edificios que forman el nuevo perfil de su ciudad natal: “El hogar es el lugar de donde uno proviene. A medida que nos hacemos mayores el mundo se convierte en un extraño… ahora soy un extraterrestre en mi propia tierra”. La escena, amparada por la pureza aséptica de su formato digital, muestra por primera vez el aspecto del Liverpool contemporáneo y contrasta, después de casi una hora de película, con el grano del celuloide y la rugosidad de las texturas analógicas que han sido la materia prima de la película hasta ese momento. Al trasladar la narración a una noche cualquiera del siglo XXI, tras recorrer las huellas de décadas ya remotas, Davies consigue insuflar al espectador el vértigo por el paso del tiempo. El confundido narrador, en un Liverpool inhóspito para él, escudriña cada rincón, tratando de hallar los vestigios de su época para, al contrario que George Taylor en El planeta de los simios, sentir el alivio del reencuentro.

Aunque el film está sustentado en material de archivo que muestra la historia y la transformación de la ciudad, la hibridación de estos documentos con el hálito melancólico de la narración articula una especie de relato existencial de tintes apocalípticos. A la vez, el documental puede verse como una prolongación del ciclo autobiográfico de Davies, formado por obras apegadas a la nostalgia de la infancia y la juventud, como Children (1976), Voces distantes (1988) o El largo día acaba (1992).

La voluntad irrefrenable por evocar la época y los espacios que el realizador habitó, sumada a la imposibilidad de sustraer del tiempo ese recuerdo, convierten Of Time and the City en una dolorosa elegía. En una secuencia memorable, Davies, apoyándose en la temperamental música sinfónica de Mahler, alterna imágenes de la cotidianidad del Liverpool proletario de antaño con otras que muestran la demolición de viejos edificios y la consecuente aparición de un nuevo paisaje desurbanizado. El cineasta británico emociona en sus búsquedas por los pliegos de la memoria y en las indagaciones sobre la percepción del tiempo, un talento que le convertiría en el director idóneo para adaptar al cine la obra de Proust; en su obra, como en la del escritor francés, cualquier detalle o gesto ordinario puede ser sublimado. En Of Time and the City, entre los temblores de los violines y la contundencia de las trompas de la sinfonía n.º 2 (Resurrección) de Mahler, una emperifollada anciana apura con vehemencia el salero sobre su plato en un restaurante. El director de La biblia de neón articula escenas vibrantes conjuntando la solemnidad de una pieza de música sacra para soprano, coro y orquesta, Priveghiati si va rugati (Watch and pray), con imágenes de la cotidianidad pretérita en las calles semivacías del Liverpool industrial. Así se revaloriza el significado de los gestos diarios (despertarse, peinarse) y de la ejecución de las tareas domésticas, a la vez que se magnifican los juegos y cánticos infantiles, que se funden con la voz de Angela Gheorghiu en una sobrecogedora superposición de voces que arrulla el aria interpretada por la soprano rumana.

El montaje, además de ser el sustento del largometraje, es usado como contrapunto irónico al tono nostálgico que el realizador imprime en su rol de narrador. Si las canciones tradicionales, el jazz y la música popular son tan inherentes al universo del cineasta como el retrato turbio y melancólico de su educación católica y su despertar sexual, en Of Time and the City, la confrontación entre las canciones y la imagen es empleada como bálsamo para la añoranza. Sobre estampas de la ciudad ancestral se recurre a Dirty Old Town en la versión de The Spinners y se combina el He Ain´t Heavy He´s My Brother de The Hollies con un montaje que alterna la miseria del pueblo con los fastos de la coronación de la reina Isabel II. Entre las imágenes de bombardeos y de jóvenes ingleses desfilando antes de ser enviados a combatir a Corea, se yuxtaponen los planos a todo color de la ceremonia real en una reivindicativa diafonía. De entre los momentos musicales destaca una escena sostenida sobre un marcado extrañamiento en la que la presentación de una nueva área residencial de mastodónticos bloques de viviendas se muestra con la perplejidad de quien estuviera alunizando en un desierto habitado por ancianos confinados en cubículos de arquitectura cartesiana; mientras, en la banda sonora, la cautivadora voz de Peggy Lee, añadiendo un matiz irónico, interpreta The Folks Who Lived on the Hill.

A pesar de las dosis de distanciamiento, Of Time and the City no se abandona al ensueño como sucede en My Winnipeg (2007), en la que el director canadiense Guy Maddin, propone un alucinado ejercicio memorístico sobre las tradiciones y la transformación de su ciudad a lo largo del siglo XX. En todo caso, ambos films conformarían un idóneo programa doble de heterodoxas sinfonías urbanas de incontestable carga sentimental, filtradas por sensibilidades sublevadas, ajenas al espíritu maquinal de obras como la fundacional Berlín: sinfonía de una gran ciudad (1927) de Walter Ruttmann, en la que el individuo queda desdibujado entre la impersonal muchedumbre y la fascinación por la idea del progreso. Allí donde Davies busca de forma incesante la evocación del pasado para recuperar los lugares que habitó y dejó atrás, el documental de Maddin es una pesadillesca ficción de elementos autobiográficos que, a través de la fabulación fílmica, pretende exorcizar sus traumáticos recuerdos del lugar. Dos viajes: centrífugo en el caso de My Winnipeg, donde el cineasta canadiense propone una huida respeto a la propia memoria (su protagonista viaja en tren adormecido tratando de escapar), y centrípeto en Davies, que en su tránsito interior hacia la recuperación de los escenarios demolidos de su infancia, acaba encontrando, en los planos finales de Of Time and the City, rastros de su ciudad bajo un arco iris de estatuas y esculturas de bronce.

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