Estamos ante una película que transcurre en su mayor parte en el interior de una enorme limousina, en la que su dueño, un joven broker multimillonario intenta atravesar Manhattan para cortarse el pelo en la barbería a la que iba su padre. Atascado por manifestaciones, controles, y un tráfico infernal, irá recibiendo ahí las visitas de una larga ristra de personajes. Siempre, o casi siempre, sin salir de ella, follará, beberá, hablará de negocios y pondrá en riesgo su emporio, y con él las vidas de mucha gente, mientras tras los cristales tintados del vehículo el mundo transcurre con la irrealidad muda de una proyección borrosa. Amortiguadas las acciones, ahogada la realidad, lo único que penetra el interior del coche, trinchera y a la vez atalaya, son las palabras, el lenguaje, a través del que Cronenberg radiografía un mundo que no está en crisis, sino en guerra. El autor de Videodrome (1983) o La Mosca (1986) sigue su exploración de los misterios de la nueva carne: esta, la cibercarne ultracapitalista de un hombre insensible al dolor ajeno, incapaz de tocar otro cuerpo que no sea el suyo. Cronenberg no retrata el colapso del capitalismo, fotografía la guerra del futuro en la que todos somos víctimas colaterales. GdPA

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