Gonzalo de Pedro Amatria (Festival de Berlín)

Hay algo singular en Bait, el incómodo primer largometraje del realizador británico Mark Jenkin, presentado en el Forum de la Berlinale. Algo que tiene que ver con la belleza casi irreal de algunos de sus planos en blanco y negro, rodados en una Bolex manual de 16mm y procesados a mano, o con el choque que se produce entre una puesta en escena anclada en los orígenes del cine británico y una historia profundamente contemporánea. Para contar el drama de un pueblo costero, en el que se enfrentan dos familias –una empeñada en mantener las tradiciones de la pesca ancestral, otra decidida a sacar rendimiento económico al incipiente turismo–, Bait apuesta por una forma que es casi imposible desligar de los pioneros del Free cinema, aquellos jóvenes airados que a mediados de los años 50 arremetieron contra el cine de propaganda y trataron de encontrar belleza en las clases populares, en los espacios de la vida cotidiana, en aquellos lugares a donde no llegaba el cine oficial.

Valgan dos extractos de los manifiestos originarios del Free Cinema para situarnos: 1: “Implícita en esta actitud hay una creencia en la libertad, en la importancia de la gente y de la vida cotidiana (…) La imagen habla. El sonido la amplifica y comenta. El tamaño es irrelevante. La perfección no es un objetivo”, decían en 1956; y 2: “Con una cámara de 16 milímetros, con recursos mínimos y sin dinero para pagar a los técnicos no se puede lograr demasiado en términos comerciales. Es imposible rodar un largometraje y las posibilidades de experimentar se encuentran severamente restringidas. Pero sí es posible emplear los propios ojos y oídos. Es posible dar indicaciones. Es posible hacer poesía”, firmaban un año más tarde. Además, en el Free Cinema, se entrecruzaba el orgullo británico con la necesidad de retratar aquellos aspectos que permanecían ocultos: “La poética de este programa está tejida con nuestros sentimientos sobre Gran Bretaña, la nación de la que todos formamos parte. Desde luego, se trata de sentimientos encontrados. Hay cosas que nos producen tristeza o ira; son las que debemos cambiar. Sin embargo, los sentimientos de orgullo y amor son fundamentales, y sólo un cambio inspirado por estos sentimientos será eficaz”.

Resulta casi imposible leer Bait, película realizada en pleno debate sobre la forma que finalmente alcanzará el Brexit, si no es a la luz de una tradición y un contexto de crisis nacional, cuestiones que subyacen en el retrato etnográfico que propone el film. Está primero la preocupación por un país, el propio del director, que como aquella Gran Bretaña de la posguerra, amenaza con deslizarse por un abismo, inmerso además en un momento global de cambio e incertidumbre. Las viejas costumbres –la pesca que un personaje de Bait se empeña en enseñar a su hijo– se tambalean ante los nuevos negocios globalizados, ese turismo que todo lo invade en busca de falsas ideas de autenticidad (bello y amargo momento, en el que la dueña de la casa afirma que compró por internet las boyas, redes y aparejos marinos con los que adorna su casa… en un pueblo de pescadores).

En Bait palpita también una urgencia por retratar lo coditiano, lo invisible, los conflictos del día a día, “la importancia de la gente”. Invocando la herencia del Free cinema, o incluso la estirpe del Robert Flaherty que rodó en Irlanda Hombres de Arán, en 1934, Bait se erige en un trabajo de ficción que se asienta en lo real en un frágil equilibrio. Una ficción rodada de forma precaria, con una toma por plano, sin repeticiones, y evidenciando cierto amateurismo en la interpretación y la escritura de los diálogos, Bait no esconde su condición de proyecto realizado con estudiantes de una escuela de cine. Así el film se arraiga en una tradición un cine imperfecto, pero no renuncia a buscar nuevas formas e ideas. La película tiene momentos prodigiosos en cuanto al montaje narrativo, que disloca los tiempos, avanza escenas o acontecimientos, y trabaja los detalles visuales y sonoros con un evidente y nada disimulado artificio. Todo el sonido ha sido añadido en postproducción, lo que provoca una interesante dislocación entre lo real y lo ficcionado, una suerte de separación entre lo que vemos y oímos. A la postre, más allá de la nostalgia algo indisimulada que la película –bien sea la propia maquinaria de rodaje en 16mm, bien sean las tradiciones de pesca, las formas de vida en desaparición– Bait deviene una obra singular, tan imperfecta como sugerente.