Víctor Esquirol (Festival de Sevilla)

La nueva película de Dominik Graf cuenta con la privilegiada carta de presentación de uno de los arranques más portentosos de la temporada. En manos del cineasta bávaro, la cámara se convierte en una especie de entidad que flota cual fantasma por los pasillos, las escaleras y el andén de una estación de metro. La arquitectura del lugar, así como los característicos vagones amarillos de los convoyes que circulan a nuestra izquierda y derecha, nos sitúan inmediatamente en Berlín. Tenemos el “dónde”; el “cuándo” lo sugieren los looks y vestimentas de unas personas con las que perfectamente podríamos habernos cruzado de camino a la sala de cine. O sea, que estamos en la capital de Alemania, en la actualidad… solo que la cámara continúa con su tránsito espectral. Sube unos peldaños, gira a la izquierda, esquiva a un sujeto que de hecho no parece reparar en su presencia y sigue avanzando. Hasta que los espacios por los que paseamos se quedan desiertos, y cuando por fin volvemos a ver a un hombre, esté lleva puesta una gabardina y un sombrero que parecen surgidos de otra época. Y en efecto: sin cortes, sin parpadear, Fabian: Going to the Dogs nos ha hecho recular hasta el año 1931.

Sin tiempo para recomponernos, salimos por fin a la calle, y damos con Jakob Fabian, el protagonista de esta historia, encarnado por Tom Schiling, el hombre en permanente búsqueda de una taza de café, el mismo que casi una década después de su irrupción definitiva gracias a su rol protagonista en Oh Boy, de Jan Ole Gerster, sigue siendo la viva representación de la precariedad a la que se ve abocada la juventud acomodada. Solo que aquello era la Berlín contemporánea, y esto es la Berlín de entreguerras. Y, en efecto, a pesar de que un rótulo lo haya anunciado en letras mayúsculas, cuesta situarse en el tiempo, como ocurría en las últimas películas de Christian Petzold o en Martin Eden de Pietro Marcello. En sus frenéticas tres horas de metraje, Fabian: Going to the Dogs se articula como un drama de época con un relato bien perfilado. ¿Pero cual es exactamente la época? El texto dice “A”, pero las formas dicen “B” (y el resto de letras del alfabeto). Salimos por la boca del metro y parece que nos metamos en la boca del lobo: allí, asomado al abismo, está un señor con la cara desfigurada.

“¡A la mierda la guerra!”, grita; “¡a la mierda la guerra!”, repite dirigiéndose ahora al protagonista, como si le conociera de algo. Por si la situación no fuera lo suficientemente desconcertante, Graf le añade no un punto, sino dos o tres más de locura. Venimos de Las queridas hermanas, película de 2014 en que algunos de los milagros del poeta Friedrich Schiller se encadenaban a base de transiciones más típicas de una presentación de diapositivas de PowerPoint. Solo que ahora los arrebatos líricos (por llamarlos de alguna manera) vienen mucho más cuento. El vórtice de hedonismo en el que se convirtió la metrópolis alemana a principios de los 30 se plasma aquí en un monumental tour de force de cine del calentón. Detrás de cada secuencia, y del empalme que antecede a la siguiente, entran en juego un sinfín de decisiones en la puesta en escena, que en muchas ocasiones se contradicen las unas con las otras. Y allí están, compartiendo cuadro y pistas de sonido. Movimientos de cámara nerviosos preceden a tomas estáticas relajadas; diálogos vociferados que parecen ruido ambiente se combinan con voces en off veteranas, cuya omnisciencia se debe quizás a la serenidad melancólica que les otorga la perspectiva histórica desde la que nos hablan.

Igualmente, del granulado del celuloide pasamos a la alta definición del digital, y después nos ciegan destellos de un blanco y negro desgastado por el paso del tiempo. Y a todo esto, oímos de fondo una orquesta de instrumentos de viento que parecen formar parte de una banda de jazz, y a los pocos segundos, toman el primer plano acústico las notas rasgadas de unas guitarras eléctricas que son puro punk. En un momento dramático que poco o nada tiene que ver con las desventuras del joven Jakob Fabian, la pantalla se parte en la infinidad de formas con las que se puede contar el mismo relato. Cada una de ellas está dispuesta como hojas y post-its desparramados por el más caótico y genial de los escritorios. Es el frenesí y la algarabía de un mundo que decidió lamerse las heridas con lascivia. Porque era el calor del momento, porque ya nada importaba… y porque aunque casi nadie quisiera verlo, el fin estaba más cerca. Es el nihilismo que el Mal supo ver como el caldo de cultivo para acabar de geminar. Un contexto degenerado y degenerador que convulsiona, que amenaza constantemente con la sobredosis. De lo que sea. Todo lo que hay detrás de esto, no se ve, no se oye; no puede importar, o no tanto como la celebración de una autodestrucción inminente. Fabian: Going to the Dogs es, al fin y al cabo, un retrato contagiado de una época. Pero, de nuevo, ¿de cuál?