Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

Tras obtener hace dos años el Premio Especial del Jurado con Handia, Aitor Arregi y Jon Garaño –esta vez acompañados, en labores de dirección, por el guionista Jose Mari Goenaga– regresan a la Sección Oficial a concurso del Festival de San Sebastián con La trinchera infinita. El film supone un giro radical respecto a la manera en la que plantearon la historia del gigante de Altzo, en la que reconocieron la influencia de Bela Tarr o del David Lean de La hija de Ryan. En este caso, la película arranca en el mismo momento que lo hace Mientras dure la guerra, con la que coincide en el tiempo (histórico) y en la programación del festival donostiarra. Sin embargo, el film de Amenábar se queda instalado en los meses finales de 1936, mientras que, para La trinchera infinita, el comienzo de los combates no es más que un punto de partida para un relato-río que se prolonga treinta años en el tiempo y que pone su foco en una figura bien distinta: aquellos que tuvieron que esconderse durante años por encontrarse en listas negras. El protagonista, Higinio (Antonio de la Torre), es uno de ellos, un concejal republicano de un pueblo andaluz que, tras recibir la “visita” nocturna de las tropas fieles a Franco, intentar huir por el campo y consigue refugiarse con la ayuda de su mujer (Belén Cuesta) en un espacio secreto dentro de su casa.

En el punto de partida de la película se encuentran ya dispuestos, a plena vista del espectador, todos los elementos que conformarán la propuesta temática del film: la relación entre el matrimonio protagonista; el deseo de ajustar cuentas con el pasado; y la cuestión moral de dilucidar si el que se esconde de sus enemigos es un héroe o un traidor. También quedan planteados los principales y arriesgados preceptos formales de la película: un trabajo escénico de fuerte raigambre teatral, que se reduce a la casa familiar y al agujero que se ve obligado habitar el protagonista; una planificación limitada por esa escasez de espacio físico; y un excelente trabajo en el diseño de sonido. Tras la secuencia de arranque –una persecución de noche y al aire libre filmada con un nervio angustioso–, el film se recluye en unos pocos metros cuadrados en los que la cámara busca ángulos y encuadres vinculados al punto de vista de los protagonistas. Él casi siempre dentro de su escondite observando a través de agujeros en la pared; ella como la conexión con el mundo real. Un universo exterior que aparece difuminado, más allá de las ventanas de la casa.

Esta disposición formal, con varios estratos de la realidad dispuestos como un juego de muñecas rusas, resulta tremendamente efectiva como punto de partida, porque consigue transmitir la congoja del que está privado de libertad. Sin embargo, su efecto se va diluyendo con el paso del metraje, a medida que el relato va tachando años en el calendario y la película va adoptando la forma de un convencional relato familiar, apoyado en constantes giros de guion. De cualquier modo, la película siempre se podrá defender por ese impacto primero de su planteamiento y por su loable intención de rescatar de las páginas de la historia a todos aquellos que la guerra convirtió en muertos en vida.