Manu Yáñez (Festival de Gijón)

Les perseides, ópera prima de Alberto Dexeus y Ànnia Gabarró, tiene el mérito de contraponerse a un cierto esquema imperante en el marco del joven cine catalán, un modelo afianzado en el retrato de momentos de transición vital, habitualmente vinculados al final de la infancia, la pérdida de la inocencia y el acceso a la edad adulta. En este ámbito, Les amigues de l’Àgata de Laia Alabart, Alba Cros, Laura Rius y Marta Verheyen abrió una senda de expresión personal enraizada en el relato de corte autobiográfico, un vía que alcanzó su forma y ejecución más depurada en Estiu 1993 de Carla Simón. Sin embargo, debido a un cierto abuso, la fórmula fue dando síntomas prematuros de agotamiento. Un peligro del que escapa Les perseides, una película que, pese a echar mano de algunos ingredientes propios de la articulación contemporánea del relato de iniciación –un tono delicado, una narrativa alusiva, una puesta en escena de corte naturalista–, ofrece en realidad una impugnación del modelo dominante.

Les perseides cuenta la historia de Mar, una chica joven (magnética Nora Sala-Patau) que viaja con su padre hasta el hogar de sus abuelos, ya fallecidos, para supervisar el proyecto de venta de la casa. En el trasfondo de la abulia de Mar es posible hallar rastros del impacto de la separación de sus padres, además del desconcierto propio de la adolescencia; sin embargo, la película nunca busca concretar el origen del malestar de la protagonista. Una apuesta por un cierta abstracción narrativa que se ve acentuada por la aparición de unas viejas cintas de cassette en las que la voz de un joven (que debía tener la edad de Mar cuando grabó los audios) recita unos monólogos dirigidos a un tal “señor muerte”. Desperdigados con precisión a lo largo del metraje, estos enigmáticos textos, que invocan de forma melancólica, doliente, un pasado siniestro, van perfilando poco a poco una suerte de exorcismo poético, al borde de lo onírico, de las heridas de la Guerra Civil española. En Les perseides abundan las imágenes y sonidos de raigambre mortuoria: el cadáver de un pájaro pisoteado por la zapatilla de una joven, un mosquito aplastado contra una pared ensangrentada, unos modelos de esqueleto escondidos entre las ruinas de una escuela abandonada. Contra el cine de las “tránsiciones” vitales, Les perseides se instituye como una película sobre el “estancamiento” existencial-histórico; contra la noción del aprendizaje sentimental, del coming of age, el film de Dexeus y Gabarró expresa una parálisis trágica. Es así como la película consigue emparentar de manera pudorosa pero al mismo tiempo locuaz la estasis personal de los personajes –particularmente compleja en el caso del padre– con el drama de un país, España, incapaz de saldar cuentas con su pasado, enterrado bajo tierra y corrompido por la impunidad.

Que este valiente ejercicio de memoria histórica –un Poltergeist con fantasmas pero sin parafernalia fantástica– sea obra de unos jóvenes cineastas resulta particularmente emocionante. Más aun cuando en la propuesta cinematográfica –tocada por un penetrante extrañamiento– es posible hallar un diálogo con una herencia propia: visos de la sobriedad poética de Víctor Erice o, de manera más evidente, con la vertiente siniestro-ilusoria de la obra de Carlos Saura. De hecho, en su propensión a escindir los cuerpos de los personajes con los límites del encuadre, así como a materializar la apatía de su protagonista a través de un estudio sobre la horizontalidad, Les perseides remite al trabajo de las cineastas argentinas Lucrecia Martel y Milagros Mumenthaler, autoras eminentemente saurianas. Puede que, empeñados en estilizar la película, los cineastas abusen del recurso de mostrar a un personaje (en foco) rodeado por una amplia extensión de imagen desenfocada. Sin embargo, este deje de afectación plástica –que en todo caso acentúa el desconcierto de la protagonista y un cierto estado de alienación histórica– debe comprenderse como apenas un pequeño desajuste en un film que encuentra una forma original, fabulística, de meditar sobre las cicatrices del pasado. Se requiere un arrojo singular –quizá propio de una generación dispuesta a mirar al pasado sin prejuicios, que no sin un posicionamiento ideológico claro– para reflexionar con tanta claridad sobre el choque (y el posible diálogo) entre el paralizante sentimiento de culpa de los herederos de los verdugos y el anhelo regenerador de aquellos que reclaman justicia para las víctimas de la barbarie.