Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

Tras una amplia carrera como montador –su último trabajo ha sido con Kiro Russo en El último movimiento (2021) –, Felipe Gálvez se dio a conocer como director con su corto Rapaz (2018), que se pudo ver en la Semana de la Crítica de Cannes. En el certamen francés también presentó este año su primer largometraje, Los colonos, que en el Festival de San Sebastián forma parte de la selección de películas de Horizontes Latinos. El film se rige, en principio, por los cánones del western clásico para luego desactivarlos con el objetivo de rescatar, sin vocación documental, una página que parece que se ha traspapelado dentro de los volúmenes que compaginan la historia oficial. Los hechos acontecieron en Chile a finales del siglo XIX y supuso el genocidio del pueblo Selk’nam (un episodio que el también chileno Theo Court exploró en su película Blanco en blanco).

En Los colonos, Gálvez opta por potenciar el componente estético del que hace gala su desafiante obra. Una apuesta que se materializa en decisiones en torno a la imagen, desde el formato casi cuadrado ­–Full Frame, en lugar del aspecto panorámico que se asocia a los films de grandes exteriores- hasta la dirección de fotografía de Simone D’Arcangelo, basada en los experimentos que los hermanos Lumiére llevaron a cabo con la placa autocroma, para conseguir unos colores que huyen del realismo y unas texturas casi de celuloide, a pesar de estar rodada en digital. Pero, sobre todo, esta vocación estética se manifiesta en el interés del cineasta chileno por buscar la belleza en las imágenes. De este modo, Los colonos invita a los imponentes paisajes de Tierra de Fuego, donde se desarrolla la mayor parte del film, a convertirse en un personaje más, superando su condición testimonial o de ‘decorado’ para una película que se maneja en las coordenadas del western. Todos estos componentes, junto al diseño de sonido y la música, conducen la película hacia el terreno de lo más puramente sensorial, casi contemplativo, pero sin eludir en ningún momento los estallidos de cruda violencia.

El film arranca sumido en las claves del género, con tres personajes desarraigados, cada uno a su manera, que reciben el encargo de un terrateniente –un imponente Alfredo Castro, que interpreta a un personaje real convirtiéndolo en el reflejo de la crueldad más absoluta– al que el Gobierno ha concedido una gigante porción de tierra en este lugar entre Chile y Argentina. Los protagonistas son un soldado escocés, un mercenario texano y un chico mestizo que deben abrir un camino hasta la costa, para despejar el terreno de todo lo que encuentren en su camino. Y eso incluye a los indígenas que allí habitan. Así escribe Gálvez el prólogo de una película que muestra en principio su filiación al western, para irse desplegando hacia otros terrenos como el terror, la aventura en la que resuenan algunos clásicos de la filmografía de John Huston, el thriller político, la denuncia e, incluso, se puede relacionar con cierto nuevo cine latinoamericano. Sobre todo, a partir de la mirada de uno de sus tres protagonistas, el único que realmente está vinculado a esas remotas tierras.

El de Los colonos fue un proceso de gestación largo, casi nueve años de trabajo por parte del director y guionista, con varios países implicados en la coproducción. Y a lo largo de ese tiempo, hace muy pocas semanas, el Congreso de Chile ha resuelto reconocer la existencia del pueblo Selk’nam, tratando de sanar una herida abierta desde hace más de un siglo y una deuda moral con ellos tras la atroz matanza cometida. Quizá por este motivo, el cineasta decidió eliminar todo componente propagandístico asociado a las producciones clásicas de Hollywood. Gálvez prefiere desmitificar el género para insertar en su interior la cuestión del colonialismo, que suele quedar (casi siempre) al margen de los temas que trata el western. Dar visibilidad a un hecho que permanecía oculto, aprovechando las posibilidades del cine no tanto para recuperar la historia de una manera fiel, sino para recrearla en imágenes, que estas establezcan un diálogo con el espectador y a partir de ahí, con un epílogo en el que esos hechos son por fin relatados y juzgados, ajustar cuentas con la historia mediante la ficción.