Pedro, el protagonista de Blanco en blanco, se considera a sí mismo un fotógrafo. Sin embargo, su tarea trasciende la mera captura mecánica de lo real. Cada vez que Pedro planta su cámara para realizar una instantánea, el ritual tecnológico aparece acompañado de un cometido más relevante: la puesta en escena de una representación. Así, cuando Pedro llega, a finales del siglo XIX, a un confín inhóspito de Tierra del Fuego para fotografiar a la futura esposa, todavía una niña, de un enigmático y poderoso capataz llamado Mr. Porter, nada queda al azar. Para contentar a su patrón, Pedro invita a la pequeña a adoptar una pose sutilmente sensual, fabricando una ilusión erotizante que nada tiene que ver con la inocencia de la niña. Este abismo que se abre entre la realidad y la representación será la principal baza conceptual y formal de una película que denuncia el encubrimiento de la barbarie histórica –en este caso, el genocidio de los pueblos indígenas de Tierra del Fuego– tras la pérfida máscara del impulso civilizador.

Court dedica la primera mitad de la estimulante Blanco en blanco a perfilar el personaje de Pedro como un testimonio impávido de un universo contradictorio. Como si se tratara de un burócrata salido de un relato de Kafka, Pedro cumple con su misión poniendo toda su fe en las promesas de grandeza que representa Mr. Porter, un avatar incorpóreo de una “civilización” que impone su supuesta superioridad moral por la fuerza. Ni siquiera la severidad del entorno natural, nevado como en Los vividores de Robert Altman, escarpado como en Jauja de Lisandro Alonso, puede contener la sed de conquista de Mr. Porter y sus armados secuaces. Desde su posición aparentemente distanciada, Pedro –un Alfredo Castro que, de la mano de Court, depura y “esencializa” sus aires maquiavélicos– busca algún sentido a su existencia y finalmente la encuentra en el retrato fotográfico de la cacería itinerante que tendrá lugar en la segunda mitad del film.

Con una cámara que transita entre la quietud y el movimiento sinuoso, al borde de lo espectral, Court somete la película, en su recta final, a los sugerentes rigores del extrañamiento. En un momento particularmente deslumbrante, un larguísimo fundido encadenado llega a poner en entredicho los cimientos figurativos de Blanco en blanco, empujándola al terreno de la abstracción, una operación que ya puso en práctica Kelly Reichardt en aquel fundamental neowestern titulado Meek’s Cutoff. Aunque si hablamos de estampas icónicas, ninguna puede superar a aquel contraluz perfilado por una puerta que se abría desde la oscuridad en el arranque de Centauros del desierto de John Ford, un plano que reaparece en Blanco en blanco para invocar la dialéctica de lo civilizado y lo salvaje, aquí dos caras de una misma moneda.